Jules Pascin |
Aunque sabemos que Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso forman parte de un todo literario, y que sólo criterios editoriales lo dividieron en dos novelas diferentes, nosotros vamos a sostener esta división por razones expositivas y argumentales. En la línea generacional que sigue el conjunto de la novela, vamos a invertir su orden natural, y abordar en primer lugar la condición de amor del hijo, Pablo, para terminar con la del padre, don Álvaro, aunque, una vez más, sólo el conocimiento de los hechos narrados en la primera novela permitan situar en su justa perspectiva las motivaciones y los hechos de la segunda.
Pablo, el “deseado” según la etimología de Alba-Longa Amancio, lo va a ser por tres mujeres. Sin embargo, las tres van a cumplir la condición de objeto prohibido para el amor del joven. Esto no quiere decir que su posición subjetiva vaya a ser la misma respecto a estas tres mujeres. De hecho, con su tía paterna, doña Elvira, Pablo es más bien la víctima de la tensión sexual acumulada por esta intrigante mujer a lo largo de todo el periodo de noviazgo y matrimonio de su hermano con Paulina, y que desbordará con el conocimiento de los amores entre su sobrino y Mª Fulgencia.
La rivalidad de Elvira con Paulina es patente desde el comienzo. Ambas sólo aceptan sus presencias respectivas en la medida en que es el deseo de don Álvaro, en quien confluye el amor de ambas. Sin embargo, esto no impide que desde el principio de su relación Elvira no ceje en su labor de sojuzgar a Paulina para relegarla a un segundo plano en la convivencia familiar de los tres. Los celos de Elvira, su venenosa envidia hacia Paulina es la escala invertida del amor y la admiración que profesa a su hermano, corriente que tiene su retorno desde éste, quien la guarda a su lado, sabiéndola fiel hasta más allá de lo prohibido1. Elvira jamás aceptará ser relegada en el amor de su hermano. En esta dinámica de amores y odios Pablo va a devenir el objeto de referencia en claro desplazamiento de lo que originariamente se centró en su padre don Álvaro. Quitarle el hijo a Paulina será la continuación de su tarea anterior de separar a Paulina de su marido. Se lo advierte cuando aún es un bebé2 en una broma que desvela lo que muchos años después surgirá en torrentera; lo enunció directamente, aunque envuelto en el aura de un amor desinteresado y dispuesto al sacrificio, cuando forzó el internamiento de Pablo en el colegio de Jesús3; por último, intentará ejercer su amorosa propiedad sobre Pablo en aquella escena de intenso dramatismo incestuoso4.
En el más ortodoxo sentido freudiano, la familia conyugal que nos describe Miró en OL está sujeta y regida por toda la intensidad pasional que Freud supo descubrir en sus pacientes, y que pronto pudo generalizar a la organización psíquica del ser humano. La íntima reciprocidad del amor entre Pablo y su madre Paulina bien puede quedar significada por esta homonimia significante de sus nombres. Pareciera que Miró, al hacer explícita la etimología del nombre, quisiera mostrarnos la dirección del deseo circulante en aquella familia.
Diversas y variadas son las ocasiones en las que el autor alude a la profunda posesión de Pablo5, y a la complicidad afectiva entre ambos6. De la misma manera encontramos el apartamiento del padre, cuando no el explícito rechazo de su persona y de su comportamiento7. Para Paulina, lo único que la contiene en sus fantasías de la segura felicidad que la habría esperado junto al de Loriz es que la paternidad de éste habría hecho diferente al hijo. Y ella no puede pensarse sin él. La memoria de su hijo abarcaba su vida toda, incluso desde su infancia, llegaba hasta todos los horizontes. Por lo demás, respecto a don Álvaro también en todos se tendía la sombra del esposo, acatado con obstinación como un dogma. Y amándolo en lo más oscuro de su voluntad le parecía haber llegado a madre siendo siempre virgen en su deseo y en la promesa de su vida8.
«Amado, pero no deseado»: ése podría ser el enunciado de la posición de don Álvaro para Paulina. Objeto de amor, pero no de deseo9, será su hijo quien logre el anudamiento de ambos, desplazando al padre de ese lugar cardinal que debe ocupar en la mediación entre madre-hijo. Don Alvaro, a pesar de su existencia entregada al sostenimiento de los Ideales no logra inscribirse en el psiquismo de su hijo más allá que como el padre de la prohibición. Un breve retrato suyo nos puede servir como síntesis en la que queda reflejada la impronta de cada uno de los padres en el carácter de Pablo: Pablo Galindo, alto, de una adolescencia dorada, pero con la infancia todavía en su sangre; la mirada de suavidad de la madre y entre Sus cejas, el fruncido adusto de don Álvaro10.
La impronta del deseo de la madre en su hijo tiene su trasunto pasional en el odio que éste profesa a su padre, aunque sólo sea brutalmente explícito a través de su hermana. No es sólo, pues, que la madre proponga a su propio padre, Daniel, como modelo para las identificaciones de su hijo, sino que llegará a alarmarse cuando le retorne desde las palabras de su hijo el explícito deseo de exclusión de su marido del trío familiar11.
La legalidad que sostiene este padre no logra perfilarse como independiente y soberana de la arbitrariedad y omnipotencia que transmite a través de la protección que brinda a su hermana Elvira, auténtica fac totum del hogar. Tal vez por ello, Pablo dirigirá su acto de transgresión Sobre el punto más vigilado por ella, la moralidad sexual que soporta el honor familiar, arrastrándola a ella misma a la actuación de sus fantasías más reprimidas. La impostura de esta moralidad hueca queda brutalmente al descubierto en el mismo centro de su baluarte más sólido: la familia. Por ello, el pecado es colectivo, y la penitencia fuerza la separación en la realidad de sus vidas de aquéllos que no pudieron simbolizarla en su Subjetividad.
Desde que Mª Fulgencia tomara por “el Ángel” a Pablo, justo antes de Su ingreso conventual, queda anunciado12 un encuentro marcado por la prohibición. El erotismo que cada uno de ellos había ido depositando en figuraciones religiosas13, tiene su reemplazo lógico en la figura del uno para el otro. Si para Mª Fulgencia el imaginario depositado en su imagen interior de “el Ángel" era la prefiguración directa de la persona de Pablo, para este Mª Fulgencia reunía una serie de connotaciones significantes en Su deseo. Mª Fulgencia es una mujer doblemente prohibida. Por su pasado como religiosa, engarza directamente con el erotismo de las “vírgenes cristianas” mártires cuyas vidas y estampas tenía prohibido leer y contemplar14. Por su condición de «monja» -la Monja-, estuvo claramente significada como «mujer de Otro», no sólo simbólicamente en tanto perteneciente a un convento, sino en tanto muestra de la orientación de su deseo, por la libre y entusiasta demanda de ingresar en él. En su condición de mujer casada, Mo Fulgencia parece encontrarse en una situación generacional en la intersección entre las condiciones de hija y madre. Como esposa de don Amancio es joven. Como amante para Pablo, mayor. Es decir, como otras figuras femeninas mironianas en tanto objetos de amor para Sus amantes, para Pablo, Mo Fulgencia combina la proximidad generacional con él y con su madre. Creo que esta situación equidistante, de una legalidad fronteriza, que hace de Mª Fulgencia una mujer vedada, pero al alcance, viene bien definida por ella misma en la carta de despedida en la que da sus razones a Paulina. Allí le dice: ¡Qué vida tan profunda de mujer debe de sentirse siendo la madre de él!15. Esta formulación tan rica como densa muestra cómo la condición de mujer y madre se anudan en el deseo por Pablo de ambas, y, recíprocamente, da cuenta de la captura del deseo de éste hacia ellas.
Una última condición edípica para Pablo que se da en Mª Fulgencia, y que no puede pasar desapercibida desde nuestro enfoque, es la de ser la esposa de su mentor16, de su maestro, figura paterna que habría de recibir el desplazamiento de su rivalidad amorosa. Con su acto de seducción a Mª Fulgencia, Pablo humilla el honor y el orgullo viril de su padre y de don Amancio, sin que pierda por ello el amor de sus esposas.
1. P.918: “Don Álvaro la tomó de los hombros, acercándosela con ansiedad devota. Elvira se acongojó, y sus sollozos vibrantes la revolvían en crujidos... Echar a esa hermana de supremas virtudes, la que se olvido hasta de su recato de mujer, siguiéndole una noche, con disfraz de hombre, por guardarle de los peligros de Cara-rajada”
2. P.905: “Paulina retiróse hacia la cuna y tropezó con unos muslos huesudos. Una voz sumisa y burlona- murmuró: - Pude quitarte a tu hijo sin que me sintieses -”.
3. P.918: “Siento a ese hijo vuestro tan mío como de vosotros. Y no me lo impediréis aunque mi mismo hermano me eche de esta casa!"
4. P.1046: “Y tía Elvira precipitóse y pudo alcanzarle en el vestíbulo. Pablo la rechazó a puntapiés y puñadas como a una perra, y tía Elvira se le agarró a la cintura, torciéndose a Sus brazos y a sus muslos, crepitando como el Sarmiento en la lumbre, sonriendo bajo su respiración de odio, dándole la suya rota y caliente. -No te arrancarás así de la Monja cuando ella se te embista. Apasionado de reincor, centeleándole magníficos los ojos, Pablo le aplastó en la frente una palabra inmunda, y ella le miró con locura, y casi derribada por la rodilla del sobrino, pudo apretarle de los riñones, se lo volcó encima, onduló acostada, y le besó en la garganta, buscándole la boca.”
5. Cfr, la intensa escena del Viernes Santo en el que Paulina va a consolar a su hijo, castigado en el colegio. Allí, la fuerza de la comunión amorosa de la madre con su hijo se fantasea en el grado divino de la “hipóstasis” (pp.981-983). También la escena de desbordada alegría cuando prepara el retorno a casa de su hijo, al finalizar sus estudios (p.993). Puede completar el cuadro la escena del reencuentro, en el dormitorio de la madre (p. 1009): “Pablo acostóse al lado de su madre. Desde allí miraba los álamos (...) -Ya tengo tu olorgritaba Pablo jugando con las trenzas de su madre -. Los demás huelen a vestidos, agentes y a olores. Tú sola, tú nada más hueles a ti! Ella se lo atrajo más; le puso la cabeza en su brazo desnudo y le sonrió.”
6. P.916: “Esa criatura tan de ellos y tan frágil por ser el objeto de todas las complacencias de Paulina, se les resbalaba graciosamente entre sus manos. Sospechaban en la madre un escondido contento sabiendo que habían de quedar intactas las predilecciones de Pablo. Don Cruz llegó a decir que las esposas como Paulina, por Santas que fuesen, pueden ofrecer hijos a la perdición." P917: “¡Arrancar a Pablo de la madre para encerrarle en Jesús, imposible! Si Paulina les oyese no acabarían sus lágrimas y sus gritos de desesperación.”
7. Una escena definitiva en la que queda bien patente la divisoria de aguas entre las alianzas familiares que se dan en el interior de aquel hogar puede leerse en la p. 1010: “Paulina le abrazó. La madre y el hijo se fueron quedando dormidos bajo la evocación de aquellos años, en una quietud profunda y clara. De pronto, Paulina se revolvió sobresaltada, y sus latidos le resonaron en todo el dormitorio. Venía la voz del esposo: - Pablo, Pablo! El hijo se le apretó más, mirando a lo profundo de la casa, ya oscura. - Pablo! Apareció el padre, y detrás la silueta de su hermana. - Pídele perdón atía Elviral Obedeció Pablo, humillándose sin mirarles. - Pablo, bésala!Tía Elvira puso un pómulo grietoso en la boca de Pablo. Y él acercóse, y no la besó. - Bésalal- y temblaba de imperiolacabeza de don Alvaro. Los labios de Pablo palpitaban por el ímpetu de un sollozo mordido; y el padre agarró la nuca del hijo, y lo empujó apretándolo en la mejilla de su hermana. Pablo sintió el hueso ardiente detía Elvira. Y no la besó. Los ojos de don Alvaro daban el parpadeo de las ascuas. Y esos ojos le acechaban como la tarde del Jueves Santo, en que la boca del hijo sangró hendida por los pies morados del Señor Paulina dio un grito de locura. ¡Sangre por el Señor, la ofrecía como martirio suyo; pero sangre de herida abierta por el hueso de aquella mujer la llagaría y marcaría siempre su vida! Y saltó desnuda del lecho, amparando al hijo. Pablo levantó su frente entre los brazos de la madre, y gimió desesperado:-No puedo, y no la beso Paulina le mojaba con su boca en medio de los ojos, queriendo (p 1011) derretirle el pliegue de dureza, el mismo surco de la frente de piedra de don Alvaro. Y como si estuviese muy remota, muy honda, percibióse la voz del padre: - No puede!– y estrujó su barba entre sus manos pálidas de santo."
8. P.982.
9. Podríamos aventurar que tampoco objeto de goce, por su propia imposibilidad de extraer un momento de placer de su propio cuerpo: “Sería capaz del mal y del bien, de todo, menos de entregarse a la exaltación y a la postración de la dulzura de sentirse. No se rompía su dureza de piedra, su inflexibilidad mineralizada en su sangre. Siempre con el horror del pecado.(p.1055)”
10. P.973.
11. P.1009. “- Desde mañana yo seré tu cocinera, y tú me darás de salario el ser dulce para todos, y habrá siempre alegría en esta casa!-¿Alegría en esta casa, que si no fuera por ti, yo.? -Por mí y por tu padre, Pablo, por tu padre... - ¿Mi padre? - Tu padre, tu padre! – y Paulina incorporóse angustiada y miraba con ansiedad la frente ceñuda y pálida y los ojos magníficos y adustos de su hijo.”
12. En la p.1053 encontramos su confirmación en el momento de la despedida: “se acabó el Ángel! Fue la promesa de mi felicidad. Yo lo buscaba, yo lo adoraba: quise ser su Velada o su santera. (...) Merodeaba de estampas y de recuerdos de mi Ángel, y el Ángel fue la promesa de Pablo.”
13. Así, particularmente la obsesionalización de la figura de “el Ángel”, en Mo Fulgencia, y el recorrido por el erotismo sádico del martirologio de las santas en Pablo.
14. Cfr. p. 1030.
15. P.1053.
16. P.1047.: “Y don Amancio, su maestro, era precisamente el dueño de María Fulgencia.” P. 1049: “Ella necesitaba decir: «Mi hijo engañó a su maestro, amigo de su padre. La casa del maestro fue la de su iniquidad.”
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