Lo mejor que hizo Freud fue la historia del Presidente Schreber. Se mueve ahí como pez en el agua. [...] No fue a hacerlo charlar al Presidente Schreber. De todos modos, nunca es más feliz que con un texto. Jacques LACAN

miércoles, 8 de junio de 2016

DETERMINANTES SUBJETIVOS EN LA CREACIÓN LITERARIA: EL MIRADOR DE SIGÜENZA. LA TEORÍA NARRATIVA DE GABRIEL MIRÓ.

El Espectador mirará el panorama de la vida desde el corazón, 
como desde un promontorio. 
Ortega y Gasset
Quedan situadas así las ideas acerca de la novela que sostienen tres novelistas representativos de la actualidad de nuestro último tercio de siglo. He recogido solamente las ideas pertinentes a nuestro tema, pero son ideas nucleares respecto al conjunto del problema de la creación literaria. También he preferido correr el riesgo de descontextualizar a Miró respecto a su época, y a los debates sobre la idea de la novela que se desarrollaron alrededor del cambio de siglo pasado, para así, lejos de polémicas de escuela, o de coyunturas culturales, tratar de situar el tema más cerca de sus posibles bases estructurales. Todo ello configurará un par dialéctico con el que someter a verificación y contraste las ideas que Miró tenía sobre la novela y la labor del novelista. El diálogo así construido entre el autor y su obra tiene en nuestro horizonte el objetivo de explicitar, através de la misma labor crítica de sus protagonistas, el lugar que la presencia de lo inconsciente toma en la producción literaria, más allá de la conciencia que de ello tengan sus autores.
Cuenta Soledad Puértolas que, cuando el editor de turno le rechazó el manuscrito de su primera novela, lo hizo con estas palabras: Escribes muy bien, pero no tienes nada que decir:1” De forma muy similar, Ortega y Gasset, a quien podría considerársele editor, no sólo por sus propias empresas editoriales y por su capacidad de influencia en otras -como en Biblioteca Nueva, donde llegó a publicar Gabriel Miró-, sino, y sobre todo, por el prestigio intelectual que el mundo hispano le reconocía en aquellas alturas del siglo2 -año 1927-, si no vino a decirle a Miró la misma «letra» —aunque muy parecida-, sí el mismo «espíritu»3. 
En cambio, si suscribiéramos las palabras de Sábato, para quien no hay gran novela que no sea en última instancia poesía4, no existiría el clásico debate acerca de la condición o no de novelista de Gabriel Miró. Aunque Miró, que siempre se consideró novelista, no constituyó formalmente un debate sobre el tema al dejar sin responder al autor de la crítica que sintetizaba los términos en los que se planteaba, sí, en cambio, nos dejó breves escritos donde explícitamente se pronuncia respecto a sus ideas acerca del novelar. A partir del trabajo del profesor Edmund L. King5 se considera que Sigüenza y el mirador azul es el texto canónico donde Miró expresa sus ideas estéticas al respecto. Lo tomaré como fuente y referencia para elaborar la respuesta particular de Miró sobre la pregunta que nos guía. Sin embargo, recurriré también como contrapunto y complemento a su conferencia Lo viejo y lo santo en manos de ahora. El texto de esta conferencia -escrito dos años antes-, es el antecedente directo de las versiones de El mirador azul en lo que respecta a las ideas de Miró sobre la creación literaria6.
La consideración de los tres borradores como un solo texto no es caprichosa y está justificada tanto por su aspecto compositivo, como por las ideas estéticas que presentan y la argumentación que siguen. Sin embargo, su secuenciación en versiones A, B y C los abre oportunamente a la dimensión de la diferencia dentro de su unidad. Más allá de aquellas ideas estéticas que Miró trata de expresar -el borrador C no llega a explicitarlas-, la presencia biográfica y subjetiva dibuja su unidad en un eje que une el polo de la Identidad con el de la Muerte. Este eje supone todo un recorrido psíquico reconocido por Lacan como «estadio especular», y por el cual el sujeto accede a la constitución de su identidad soportada en la imagen del otro-semejante. Esta reciprocidad especular da paso a la tensión agresiva en las relaciones interpersonales, pues la presencia del otro siempre será amenazante para el Yo en la medida en que yo-otro son términos inestables, sustituibles entre sí. Esto hace que la muerte imaginaria siempre esté presente como elemento de la relación. Solamente la mediación simbólica permitirá al sujeto salir de esta identificación alienada. En los manuscritos mironianos todo esto aparece secuenciado de una manera precisa. Desde esta perspectiva, en el Borrador A el problema es exclusivamente el de la Identidad. Lo mismo que lo es el de la Muerte en el Borrador C. El Borrador B es campo de intersección entre ambos temas, Identidad y Muerte se encuentran, y se dan el releo. 
Sabemos por sus biógrafos que el tema de la Identidad no fue lateral en las preocupaciones éticas y estéticas de Miró: Dice Sigüenza que el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo.7 Más bien parece haber alcanzado para él incluso la categoría de obsesión.8 Es la condición de posibilidad del escritor: ser uno en sí, que es lo que origina la técnica y el estilo. Ser con la emoción de serlo. Digamos que -en términos orteguianos-, indisociable de sus metas estéticas, Miró solamente lo sería en caso de llegar a cumplir su vocación literaria. La voluntad de Miró sólo es fuerte cuando se trata de su vocación de escritor, nos recuerda Carpintero.9 Nada extraño, pues, que el Borrador A incluya el descubrimiento entusiasta, pero también inquietante, del otro especular. Primero lo encontramos en su versión singular y de futuro, la aventura del “llegar a ser”, reflejado en la escena del mocito elegante: llegar a ser como el otro sin dejar de ser sí mismo. Lo amenazante de esta reciprocidad aparece magníficamente expresado en la misma secuencia del Borrador B: Y pensó: ¡Si yo fuese él ... Y le dio angustia de serlo, de perderse a sí mismo; y en seguida de no perderse, de seguir siendo él dentro de aquel mocete de los volatines
Pero también está el descubrimiento del otro-plural, colectivo, acentuado en la carga de reciprocidad, de especularidad presente en la imagen del otro de mayor nivel de semejanza: los otros niños, los pares -Resultó en Sigüenza un principio de engaño, de suplantación o desdoblamiento sin menoscabo de sí mismo[...]-. Y la necesidad de completar su imagen proyectada para poder ser reconocida por el otro, hace gritar a Sigüenza, sin saber bien por qué:
- Mi hermano está interno en un colegio! Y con esa noticia le parecía presentarse definitivamente a los del internado de su casa. ... Pues, entonces, sintióse Sigüenza más intensamente él; es decir, Sigüenza que había delegado el espectáculo de sí mismo en aquellas criaturas, descansándose o relevándose del que además de sentir y ver desde el mirador, testimoniaba lo recogido desde el mirador, se proyectaba en la presencia de ellos, hacía de ellos otro Sigüenza [...]

El descubrimiento de sí mismo es, pues, indisociable del descubrimiento del otro, del semejante. Es el origen del sentimiento del público, del lector. Escritor y lector se encuentran así constituidos en el mismo acto. Cada uno se reconoce en el otro. Esto, que se plantea aquí en el nivel imaginario del descubrimiento del prójimo, tiene su trasunto simbólico en la función del lector como Otro del lenguaje. No hay posibilidad de constitución de la «obra de autor», es decir, de reconocimiento de su novedad, de su originalidad, sin que el lector, en tanto Otro del autor, le reconozca. Veremos más adelante cómo Miró articula este encuentro simbólico entre ambos. Ahora simplemente queda señalado por Miró el primer paso en lo imaginario del «en el otro» y «por el otro» de este par «descubrimiento-reconocimiento» sin el que no se puede avanzar más.
Pero este advenimiento del Otro también trae de la mano el anuncio de la muerte, por lo que supone de amenaza no solamente la presencia del igual, sino, sobre todo, por la deuda que contrae nuestra conciencia de existir con la conciencia de que es el otro el que nos presta su soporte necesario. El Yo inaugura la identidad del sujeto alienándolo en el otro. El Borrador B realiza esta presentación: la Identidad presenta a la Muerte, dela imagen triunfal del mozo retocero, al cuerpo inerte del cadáver tendido en tierra bajo el sol. Miró hace surgir primero la muerte del otro, del otro singular. Es la muerte de un hombre por otro hombre. Es la muerte moral. 
Más allá, el Borrador C es la apoteosis de la Muerte, ahora con mayúscula. Es la Muerte en lo real, sin razón, sin intención, sin sentido... Solamente su presencia inexorable, común para todos en su posibilidad, cierta siempre, tan sólo aplazada... El motivo de la epidemia se presta a mostrarnos a la muerte siempre al acecho, imbricada con la vida hasta el punto de ser casi indistinguibles -¿estará en el aire que respiramos, en el agua que bebemos...?-. Pero esta Muerte, tan sin sentido, tan universal, necesita aparecer concreta para que un niño la pueda inscribir en su imaginario. Por eso, para Sigüenza, frente a la otra muerte, la del cuerpo yacente con el ruedo de espectadores a su alrededor, esta otra Muerte es la que se lleva a la gente, la que la hace desaparecer, la que arranca a los hombres de entre los otros hombres. Es el fracaso del amor, su derrota10, porque amor es presencia del otro. Este valor libidinal de la muerte es el que Lacan nos recuerda inscrito en la fantasmática infantil con la que los niños afrontan el enigma del deseo del adulto: el niño evoca comúnmente el fantasma de su propia muerte en sus relaciones de amor con sus padres.11 Se trata de poner a prueba el valor fálico que posee para éstos desde el sesgo de plantearles su propia pérdida: lo que al Otro le falta, y que lo hace deseante, ¿Seré yo?. Si me puede perder, la respuesta será negativa. Si lucha por retenerme, o se angustia ante mi ausencia, la respuesta será positiva. Pues bien, no es otra cosa la que Miró nos relata en su recuerdo infantil del Borrador C. La omnipotencia de la Muerte sólo hace mella en la familia Miró cuando, de pronto, Gabriel desaparece del nuevo hogar.
¿Dónde estaría yo? Yo no estaba. El miedo a la epidemia brotó en aquella casa abierta del todo en patio, en calle ....En aquel instante hice mi aparición yo. Me recibieron las cosas como si me abrazaran. Pero la familia me rodeó espantada, porque yo daba el olor de un naranjo que se le hubiera abierto toda la fruta.

Presencia y ausencia, ausencia y presencia... es la alternancia significante que pone en valor al objeto. Es la producción del placer en el alivio de esa tensión dialéctica que se resuelve con la recuperación de lo que en un instante se dio por perdido, y que, desde entonces, ya será diferente porque ya valdrá más. Está en ello el triunfo del Amor sobre la Muerte, aunque ahora ya lleve los trazos de su marca en el mismo valor añadido que cobró. 

Me he extendido en esta reseña global de los tres borradores porque lo primero que quiero resaltar es el hecho de que Miró también acude a la semblanza de un momento de su infancia” para poner en forma sus ideas literarias. Y esto me parece esencial. No se trata de una anécdota ilustradora. Es también algo más que una alegoría. Más que un «recuerdo encubridor». Más incluso que una metáfora: es un mito. «La casa del mirador azul» es el mito de Miró para dar cuenta de un momento constituyente de su ser. Es su mito sobre los orígenes no solamente de su ser-artista, de su vocación artística, sino, más profundamente, de lo que será su modalidad subjetiva de percepción y construcción de la realidad: la vida como «re-creación» estética. 

Sigüenza supo que lo era desde el mirador. Y desde allí también supo lo que el mundo era. La luz del mirador y la luz de la palabra. El color que tiñe la atmósfera de la sala del mirador azul habla de la visión del mundo heredada de los mayores, de los que ya construyeron su visión propia de la realidad. Las palabras con las que se encontró, el texto de los que anteriormente nombraron las cosas, con el que dijeron cómo eran las cosas, cómo era la realidad... Lo nuevo y lo viejo, lo viejo dejando paso a lo nuevo, lo viejo de las respuestas y lo nuevo de las preguntas, lo heredado y lo propio que se abre paso a su través... Ese será el momento, y ese será el modo para Sigüenza. El momento vital de la infancia asomada a la creación de la realidad a través de la dimensión sensorial del mundo, volcado en forma, en orden estético por gracia y obra de la palabra -Yo sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad-. Momento inaugural y constituyente, matriz del hacer novelístico futuro, que Miró expresa dogmáticamente con esta frase: No hay artista que no dependa de su infancia
Y, respecto al modo, ya de forma más autobiográfica, concreta Miró la participación de aquel momento de su vida en su obra posterior: Así se le quedó a Sigüenza el concepto inicial de la novela y de toda obra estética. Se trata del descubrimiento de la obra en su mismo irse haciendo. Lejos de cualquier pre-meditación, la creación se descubre a sí misma en el asombro de la obra realizada, en el après-cup que exige esperar al final del proceso, de la frase, para revertir sobre lo ya hecho, y solamente entonces poder reconocerla como tal. Es la emoción del novelista ... J que no sabe enteramente su obra mientras la van cuajando sus dedos. Es la humildad del autor. Es la gloria del creador ver poco a poco, por la virtud de la forma ... / que prorrumpa cada vez recién nacida renovando creadoramente todas las realidades
Que Miró recurra al Génesis para encontrar la justa equivalencia de la labor del novelista sitúa los términos de su producción en el mismo registro en que el psicoanálisis entiende la producción de lo inconsciente. Es más, el surgimiento mismo de la subjetividad en el mundo de la naturaleza, el psicoanálisis lo entiende desde una idea «creacionista», a pesar de que el pensamiento freudiano estuviera empapado de darwinismo. La recurrencia de Freud al «mito originario» como recurso epistemológico está en la lógica de los hechos de la experiencia de la que trata de dar cuenta. El pensamiento religioso de Miró y el pensamiento ateo del psicoanálisis encuentran en este punto de la creación ex nihilo su acuerdo, siempre que se mantengan ambos en la letra del texto bíblico.
Lacan da dos razones por las cuales solamente desde una concepción creacionista el pensamiento freudiano encuentra su razón. Una se atiene a lo particular de la clínica: si el deseo del sujeto es el deseo del Otro, en cambio la pulsión pertenece a lo particular del goce de cada individuo. Y la pulsión solamente se hace histórica, biográfica, por el encuentro del organismo, y su exigencia de satisfacción, con el significante, y su exigencia de regulación. Y esto basta para introducir la dimensión del ex nihilo en la estructura del campo analítico.13 La segunda razón nos interesa más por su mayor generalización, y su pertinencia respecto a la idea mironiana de la creación artística. Lacan hace una lectura laica del conocido comienzo del Evangelio de San Juan: Al comienzo era el Verbo, lo que quiere decir, el significante.14
El significante repudia la categoría de lo eterno, y empero, singularmente, es por sí mismo. ¿No se ve a las claras que participa ... de esa nada de donde la idea creacionista nos dice que algo enteramente original se creó ex nihilo? ¿No les aparece esto [...]en el Génesis? El Génesis no relata nada más que la creación - de la nada, en efecto - ¿de qué?; nada más que de significantes. En cuanto esta creación surge, se articula por la nominación de lo que es. ¿No es esto la creación en su esencia?.15
Es decir, las posibilidades de creación, de invención, de surgimiento de lo nuevo están referidas a la potencia genésica de la estructura del lenguaje. Esta es la premisa que nos adentra en la paradoja que Lacan destaca:
la perspectiva creacionista es la única que permite entrever la posibilidad de la eliminación radical de Dios. ... sólo en la perspectiva creacionista puede pensarse la eliminación de la noción siempre renaciente de la intención creadora como sostenida por una persona. En el pensamiento evolucionista Dios, al no poder ser nombrado en ninguna parte, está literalmente omnipresente. Una evolución que se obliga a deducir de un proceso continuo el movimiento ascendente que culmina en la cima de la conciencia y del pensamiento, implica forzosamente que esa conciencia y que ese pensamiento estaban en el origen. Tan sólo la perspectiva de un comienzo absoluto marca el origen de la cadena significante como orden distinto, que aísla en su dimensión propia lo memorable y lo memorizado, no implicando perpetuamente el ser en el ente, implicación que está en el fondo del pensamiento evolucionista.16
Llama la atención, pues, que Miró acudiera en esta ocasión al Génesis y no al Evangelio de San Juan para dar cuenta de la emoción del novelista, en la medida en que el acto de creación del mundo de los hombres se realiza a través de un enunciado divino. La creación del mundo es la apoteosis del poder creador de la palabra. La creación de la luz ya es deudora de la existencia del Verbo. Dios «dice» para crear. Habríamos podido esperar que un escritor como Miró, a la hora de situar el instante creador, fuera más sensible al registro simbólico del significante, que al registro pulsional de lo escópico. Tal vez esto no haga más que apoyar la importancia de la mirada como objeto en la economía de goce de Miró -aspecto que la crítica ha destacado como la «sensualidad levantina» ligada a la luz, que impregna su literatura. Pero es más sorprendente aún si recordamos que pocas líneas después afirma aquello de que Yo sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad. No parece haber duda, pues, de que Miró se coloca más del lado del Nuevo Testamento que del Viejo: su «ver» es a través del Verbo, y su luz, la palabra. Tenemos la confirmación en su conferencia. Allí es completamente explícito respecto al lugar de la palabra en la creación ex nihilo:
Vieja es la palabra que, en verdad o en símbolo, principia en la lengua de Dios; y por la gracia de su pronunciación surge la realidad del mundo. En la boca del primer hombre que consigue flexibilizar el alarido en palabra articulada tiene desde entonces complacencias la vida. Desde entonces y para siempre, la vieja palabra será una renovada creación; como si cada día y cada hombre la modelase de la nada del silencio o de la inercia de los diccionarios. Siempre el idioma recién roturado, con valor renacido y único en la sangre de cada artista puro.
Ante la pregunta así surgida, aventuraré una respuesta. A un profundo conocedor de la Biblia como era Miró no se le podía haber escapado esta diferencia de rango en la jerarquía de la creación. Pienso que se trata de una «con-fusión», es decir, una confusión en el sentido de coaptación, de coalescencia, en la que se transparenta la idea dialéctica que sostiene Miró respecto a la construcción del texto. La emoción creadora del novelista y la emoción del lector tienen su cita en un momento y un espacio común: [...] con la construcción sensacionamos los puntos discriminadores que producen en nosotros, y en el lector dotado, la evocación total. Miró manifiesta así, al citar al lector al mismo convite de goce estético que experimenta el escritor, la marca de la división que le atraviesa como creador. Es decir, con la imagen que toma del Génesis -«Hizo Dios la luz, y después de hacerla, vio que era buena» ... Lo vio después de creada-, Miró sitúa al escritor en tanto lector de su propio enunciado, y su juicio sobre su obra es el del lector ante un texto fruto de una enunciación que le es ajena. Para el autor, el producto de su acto es un no saberlo enteramente mientras iban cuajando sus dedos la obra. Este «no saberlo enteramente» señala la existencia de una parte de su acto alienada de su voluntad, de su conciencia. Todo esto resulta más claro si consideramos los tres tiempos en los que Miró establece el proceso literario: Inspiración, Construcción, Evocación.
Hay un momento propio del escritor, que le es absolutamente particular —el estado de gracia de la predisposición-, pero no por ello es más dueño de él. Tomando a Stendhal como modelo, dice Miró: Si Stendhal llegó a poseer la invención, el secreto único y máximo de hacer novelas, es seguro que él mismo no lo supo. Es más, de haber tenido acceso a las fuentes de su creación, si hubiera llegado a desvelar su secreto, se habría marchitado el mismo acto creador, porque sabiéndolo se le secaba el goce y el dolor de escribirlas. Literalmente se refiere a un saber-no-sabido por la conciencia de su autor, pero que, estando situado indudablemente en él, hay que suponerle un sujeto. Este sujeto más acá de la conciencia habremos de localizarlo en lo inconsciente. Es el sujeto que se sostiene en la formulación del deseo reprimido, y que Freud desveló detrás de las producciones de lo inconsciente, sea en la clínica por la vía del síntoma, sea en la cultura por la vía de la sublimación. A lo más que puede alcanzar la voluntad del autor es a convocar ese deseo a través de alguna maniobra de excitación. No sin gracia, Miró refiere el “método” stendhaliano de provocar su deseo creador con la antitética lectura de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Lo particular de la creación movido por lo universal de la Ley. 
¿Cuál era el “método” del propio Miró? Al contrario que Stendhal, la inspiración de Miró se alimenta de la evocación lograda por la expresión plena, por la imagen única, por la palabra sensacionadora que, como lector, encuentra en el texto. Pero nuevamente aquí volvemos a encontrar la doble participación, esa coalescencia entre escritor/lector. Si, por un lado, en tanto escritor puede forjar otras motivaciones estéticas a partir de ello, por otro, en tanto lector, recoge el disfrute del goce estético al evocar, es decir, recordar con categoría de belleza, cosas que permanecían intactas y calladas en mi conciencia. Esas cosas que permanecen intactas en el silencio de la conciencia son tanto el fondo infantil que gravita en el inconsciente de Su autor, y constituye el nutriente de su inspiración creadora, como el mecanismo de la caja de resonancia que conmueve al lector de la novela lograda. 
Se interroga aquí radicalmente la concepción de un autor identificado a la Voluntad de la producción de su obra. Situar la primacía de la acción creadora en la combinatoria simbólica de la cadena significante, al tiempo que “lo memorable y lo memorizado” por el sujeto encuentra ahí mismo Su posibilidad de existencia, coloca la autoría de una novela descentrada del lugar de intencionalidad que le otorgó siempre la crítica tradicional. Que Miró resulte de todo ello con un aire de “post-estructuralista” avant la lettre no quiere decir más que apuntaba mejor a la diana de los misterios de la creación literaria el novelista alicantino que el teórico Ortega. 

El análisis que antecede sobre el muestrario de las ideas de los novelistas de este último tercio de siglo dan la razón al Miró del primer tercio: la novela no es casi ciencia, ni el novelista necesita proceder como el científico. No lo necesita, pero tampoco le “conviene”, es decir, no sería proporcionado para su objeto. Porque no se trata de la captura de ningún referente. El exacticismo, ese neologismo inventado por Miró para dar cuenta del objetivo que se trata de lograr en la novela apunta, no a un reproducción positivista de la realidad, sino a su sensación emocionada; a través de la producción de puntos discriminadores, conseguir la evocación total, que será, pues, evocación sensacionada. Es en ella donde se encuentran lector y autor. Carmen Martín Gaite lo expresaba así: La calidad de un texto, como la de un relato oral, se mide por su capacidad de Sugerencia, es decir, por el texto paralelo capaz de engendrar en el lector u oyente.17

La «realidad» que así se promueve es producto de una intensa reelaboración, no ya de recuerdos, sino de vivencias, de sensaciones... «Sensacionar» es otro neologismo que Miró necesita crear cuando trata de explicar lo que tiene que ir al encuentro del lector en una novela. Es un término que no deja lugar a dudas de que la obra es fruto de la más inefable intimidad. Sin embargo, se produce todo un proceso de triple transcripción de esa realidad en la subjetividad del autor. Podemos reconocer en este proceso aquél a través del cual Freud18 trató de dar cuenta de la diferenciación entre «lo inconsciente» y lo consciente en un aparato psíquico estratificado por obra de continuos procesos de reordenamiento de las distintas clases de signos en los que se encuentra transcrita la memoria19. Más allá del lenguaje cientificista de la época, lo que nos queda es que la experiencia de un hecho se inscribe en la subjetividad de manera compleja, y no directa sino elaborada. Partiendo de la idea de que consciencia y memoria son mutuamente excluyentes, Freud plantea que el aparato psíquico funciona con la memoria de los signos que inscriben las experiencias del individuo. Un primer registro está constituido por los signos efecto de la transcripción de las percepciones -Nuestros ojos no calcan lo que presencian, dice Miró en la conferencia “Lo viejo...”-. Estos signos de percepción son las huellas psíquicas más primitivas, y su modo de organización no se corresponde con el modo de producirse las experiencias que traducen. Para Miró, la realidad solamente da la materia bruta estimular para que el universo infantil se llene de las sensaciones que una atenta sensibilidad sabrá recoger, y archivar:
Pero, aún a distancia de las cosas se nos quedó en nuestra óptica los rasgos estrictos coordinados de una persona -un pliegue de paño blanco- que son las blancuras -sobre una encarnación blanca, una greña en una piel recogida- un rojo de una gleba, con su olor también de un frescor encendido, entre un verde tierno que humedece nuestros ojos [...] .
Lo que permanece de la percepción es el signo de la cosa. La memoria de Miró de esos primeros signos está constituida por una amplia paleta de sensualidad que pone en juego todos los registros sensoriales en su mejor afinamiento.
Habría después un segundo nivel de transcripciones. Aquí se trata de un registro en el que los signos se ordenan según relaciones precisas. Es en realidad la primera organización de los recuerdos, ya que el nivel anterior es puramente acumulativo. Este nivel es propiamente el sistema inconsciente, aunque los signos perceptivos que constituyen el primero tampoco son accesibles a la conciencia. Miró, por su parte, llama «sensacionar» a un segundo momento en el que se produce el trabajo de realizar nuevas relaciones con las sensaciones registradas. El recuerdo de las vivencias se organiza así según criterios nuevos, diferentes a aquellos que rigen para los hechos de la realidad. La resultante es que lo que estos fueran en su objetividad queda perdido en este proceso de transcripción a signos mnésicos, y su reelaboración posterior en combinaciones asociativas propias. Es la pérdida del referente, al que sustituyen. Es la sensación emocionada que sustituye a la realidad exacta.

Queda aún una tercera transcripción de los signos. Es la que corresponde a su ligazón con las imágenes verbales. Es el signo de la cosa más el signo verbal. Esto se realiza en el sistema preconsciente-consciente freudiano, y corresponde al yo y al conjunto de sus funciones ligadas a la conciencia. Es el nivel del trabajo literario en su sentido más instrumental, el nivel de la producción material del discurso. Es el nivel de la construcción del texto por el escritor.
Y aquí Miró, aunque reconoce ya cierta inactualidad del término, retorna al punto donde hace aparecer la inspiración como estado de gracia particular a la originalidad del autor cuando obedece “a un gustoso mandamiento que pronuncia una voz inoída”20. Es por ello que, aunque el escritor necesita oficio y disciplina, nunca puede hacer oficio del arte, ya que 
la adivinación de la palabra precisa, armónica, prócer o llana que se hace carne con la idea y con ella se funde hasta quedar inseparables en fondo y expresión ..., el poderío de la evocación y finalmente el transmitir ese incomparable y hondo goce del lenguaje, son virtudes y dones estéticos nada más otorgados a los escogidos.21
A Miró no le cabe duda, pues, del ungimiento con el que está marcado el escritor que hace arte de su oficio. Si solamente fuera cuestión de método, de horas de trabajo, de técnica, de profesionalidad, de aplicación de leyes y reglas, si escribir tan solamente dependiera de la aptitud de una inteligencia formada en el método de su oficio, es decir, si fuera casi ciencia dependería casi únicamente del talento, y a estas horas ya talento tiene casi todo el mundo. Si toda esta capacitación instrumental es necesaria, pero insuficiente, Miró necesita situar en un ámbito que no sabe precisar el lugar de la producción de ese agraciado encuentro con la palabra plena. Así, continúa diciendo:
No tengo más remedio que aludir a un recóndito y oscuro proceso del hombre, nada más suyo, desposeído de todo sostén; él en la soledad y oscuridad de sí mismo, y allí nace el día bueno, también de sí mismo, sin que le sirva la conducta ajena para el hallazgo, aunque se valga para el itinerario de la búsqueda de su memoria.
Viene de suyo, pues, señalar que también Miró tiene a la verdad estética como la única que legitima la narración, la labor misma del escritor, y el motivo de su técnica. La verdad estética es la verdad máxima22, y en su consecución se justifica la existencia del artista mismo. En contra de cualquier exactitud, la verdad es «revelación» de la realidad. La otra realidad, la de la ciencia, la de los objetos y los hechos en sí, es un bien mostrenco necesitado de que lo atraviese la palabra para hacerse realidad humana. En el Borrador A Miró nos deja una perla como ilustración del proceso de construcción de esa realidad “trasladada” por la palabra, y el papel que en ello tiene el universo fantasmático del autor.
Se trata de un hecho, el incendio de un barco en el puerto. Este hecho llama enseguida a ser significado por el niño Gabriel. No bastaba con la contemplación expectante de lo que se muestra ante sus ojos: el montón de cortezas de carbón, y el andrajo de hierro a que había quedado reducido el vapor del petróleo. No. La tragedia del vapor necesitaba de la palabra. Y la palabra necesita del otro que la escuche y le dé su estatuto de narración: Sigüenza, sentadito en el caballete les refirió la desgracia. Pero ¿qué narración sin referencia podía contar quien más que mirar el incendio fue mirado por ese párpado rojo de su alcoba?.
Y el Miró adulto, que nos narra literariamente aquella otra narración oral que fue crónica de un suceso de su infancia que nunca vio, necesita «sensacionar» el hecho en su construcción verbal. El logro de la «evocación» así lo exige: La ciudad roja... el mar encendido... las campanas de arrebato... Nuño con el farol... su padre, ahora todo negro, con humo... con la ropa llena de olor de perdición y miseria. Pero, aún así, todo ello no parece ser suficiente para transmitir el sufrimiento, el horror y el miedo de quienes lo padecieron, y la angustia expectante de quienes, “como él”, lo presenciaron. Entonces acude a su mente una evocación de otro orden, tan alejada del suceso relatado, que por ello ya nos habla de la presión ejercida por aquello que la comanda. A través de una asociación lateral -metonimia del hecho narrado-, Miró nos pone en el rastro de la modalidad fantasmática en la que el incidente ha podido ser subjetivado por el niño Gabriel. En pleno relato a sus jóvenes vecinos, de pronto se fijó en el niño; recordando su suplicio de la plancha candente. ... ¿Tu padre es masón? Se cubrieron con las manos espantadas de que lo fuese; y lo negaron. Es la memoria de otro relato, un relato anterior de su criado Nuño en el que le narraba la modalidad cruel en la que el padre de su vecino gozaba sádicamente de su hijo. Es la aportación de «lo oído» al fantasma sadomasoquista del «suplicio» que construye Gabriel. Porque el deseo va más allá de donde la mirada puede llevarle -Lo que miraba era lo de menos. Lo que miraba nunca sería tanto como lo que él deseó-. Porque el deseo es deseo de respuesta a todo lo que no deja de ser enigma en esas tempranas edades. Tal vez por eso, Sigüenza, ya entonces había aprendido que cuando nos sorprende un prodigio, cuando se ve algo inesperado, nos acogemos y nos encogemos para escuchar delegando en los oídos las averiguaciones que la vista no alcanza. Sigüenza se puso a escuchar desde su cama; y oyendo pudo ver [...]. ¿Y qué oye? La puerta de la casa que se abre... su padre despidiéndose de su madre... el ruido de las apresuradas botas del criado... las campanas... el gemido y los rezos de su madre Esa pobre gente!... Aquí se produce el encuentro, la superposición, la imbricación entre la realidad y el fantasma por la afinidad del sufrimiento -los marineros ingleses se tiraban a nadar en el fuego, abrasándose lo mismo que su vecino sentado encima de la plancha de la cocina económica, ¡toda de ascua!-, y por la diferencia de rango moral de quien debe venir el cuidado: el padre de Sigüenza -ingeniero-, acudiendo a la salvaguarda de aquellos desconocidos marineros, frente al padre de su vecino -masón-, ejecutor él mismo del sufrimiento de su hijo. Lo oído en el relato construido por los ruidos y las palabras de la noche, superpuesto a aquel otro de su criado acerca del drama íntimo de sus enigmáticos vecinos, constituyen los materiales significantes con los que Miró construye su propio relato, que es «la verdad» de lo que sucedió en el incendio del vapor del petróleo. Esta verdad de los hechos muestra toda su deuda con aquello que quedó inscrito en el psiquismo de Miró a partir del relato de su criado sobre aquellos niños vecinos, que le veían sin que él los hubiera visto. Una captura de goce masoquista, y una aterradora respuesta acerca del deseo de aquel padre responden al enigma de aquellas vidas tan próximas y, sin embargo, tan distantes por el misterio del que se rodeaban. Si la realidad del incendio del vapor se hace realidad para Gabriel es por el fantasma de que «un niño -ese niño como tú- es abrasado por su padre». En su conferencia Lo viejo..., Miró es explícito acerca de esto: el poder de prefiguración del pasado sobre lo actual se asienta en una fuerza que liga al sujeto a su fuente de goce: Entonces, puede decirse que todos nos representamos y comprendemos hasta lo que hemos visto de veras a través de algo que ya estaba en nosotros, anterior o consustancial en nosotros, a través de algo de nuestra predilección.
Con esto, volvemos de lleno sobre el reconocimiento de la importancia que los enigmas infantiles toman como motivación literaria en el futuro escritor. El proceso que se desarrolla en el espacio creador del novelista tiene su propia energética, que no es la voluntad creadora, sino el deseo. El deseo es lo que permite a los instrumentos de la conciencia, o sea, a la técnica, rescatar las claridades que iluminen lo que tomará la forma precisa de la sensación emocionada, elevando así aquella realidad exacta a una realidad más verdadera por ser una «realidad trasladada» por obra y gracia de la expresión que su autor le da:
La técnica es la que movida del deseo se trae las claridades que no llegan sino un poco más allá de sus primeros términos; y es la pasión de ver y encarnar poseídamente lo que es un bien mostrenco o lo que no existe en ningún recinto del mundo lo que le mueve.

El deseo hunde sus raíces en la infancia, y de allí toma su alimento y su fuerza para sostener la creación literaria -Limpidez y persistencia del deseo, sin prisa de trocarse en propósito concreto; sin sospecha de que llegue a cumplirse. Es éste un deseo ligado al ingenuismo como concepción mironiana de lo que la infancia tiene de mayor libertad, como virtud originaria del deseo de evocar. Por sus estudios de derecho romano Miró sabe que «ingenuo» es el que ha nacido libre. Y la etimología, que es la infancia de las palabras, le dice a Miró que «ingenuidad» significa inculcar desde la niñez. Entonces, el «ingenuismo» es el origen y la legitimación del artista -todo esto que nos interna en nosotros mismos, recordando, evocando-, su nutriente y su brújula frente al reclamo de las modas y las tendencias:
Libre ha de engendrarse y nacer este deseo de ver, de recordar y labrar lo que se nos quedó desde criaturas pequeñas.
Desde la niñez se nos queda un recuerdo sensitivo de un campo, de una desgracia, de un júbilo, de un interior, de un sabor, de un perfume, todo en imagen perfecta, con su atmósfera fina de transparencias vírgenes. Poco a poco esa memoria infantil se convierte en promesa, y en inquietud que no se mitiga sino abriendo más su órbita, fundando más sus contornos. Ver aquello mismo; proseguirlo con densidad.
Ahora bien, esos «recuerdos sensitivos», esas «imágenes perfectas» deben su pervivencia en el tiempo a algo exteriora ellas mismas, un núcleo fantasmático con el que entran en comunión significante y al que prestan su soporte representacional. Es lo que hemos encontrado en los autores anteriores que nos han prestado sus reflexiones actuales: la presencia de un enigma en la infancia. O, mejor dicho, en sus términos estructurales: la presencia del Otro como enigma.
Los borradores del Mirador Azul constituyen un rico muestrario explícito de la presencia enigmática de lo Otro del mundo de los adultos en la infancia mironiana. El propio color azul de los cristales del mirador ya hacen enigma para su nuevo inquilino sobre las motivaciones de los antiguos propietarios de la casa. ¿Por qué querrían ver el mundo bajo esa luz? No es un aspecto banal, pues para él allí estaba la óptica de lo que recordaba y de lo que nunca vería.
Acabamos de hacer mención del enigma abierto para Gabriel por la presencia de aquellos otros niños, semejantes a él y a su hermano, pero extraños por los hábitos de su vida doméstica, y que le hicieron acudir a preguntar a su criado el sentido de su comportamiento. Nuño les respondió en clave de la composición matrimonial: la madre, era madrastra, pero, sobre todo, el padre era masón!. Madrastra, masón... Es la familia del otro. ¿Cómo se configuraría un ámbito familiar bajo esos parámetros? ¿Qué lugar tendrían esos niños en el deseo de tales padres? ¿Estaría la respuesta en la mirada que le dirigían aquellos niños siempre encerrados en su casa? La potencia ficcional y motivadora en la creación literaria atribuida al enigma de la vida de los demás aparece aquí con todo su perfil exacto de ingredientes y personajes.
También me he referido al recuerdo del mocete de los volatines, y la pregunta que suscita en Sigüenza niño acerca de lo que se llega a ser más allá de la infancia, donde inexorablemente empuja la vida. Es el enigma del lugar que ocupará en ese mundo-Otro que está por venir, y que aquel adolescente señalajusto en la edad de su franqueamiento sin retorno, tema éste tan presente en todas sus novelas de personajes juveniles, Aurelio, Félix, Antón, don Jaime, Pablo, desde La palma rota hasta El obispo leproso.
En la versión B aparece la pregunta por las razones de la muerte de «un» hombre, «ese» hombre concreto, que mitiga su anonimato en lo particular de las motivaciones secretas de su acto mortal. No es el enigma de la muerte, sino el enigma del sujeto en conflicto con la moral colectiva, aspecto que alcanza su mayor intensidad dramática como tema literario en Las cerezas del cementerio.
En la versión C, Miró aborda el enigma por excelencia. Es la visita de la Muerte. Y ve reflejada la angustia de los vivos tratando de evitar lo inevitable -Salvándose ahora se creía que nos salvaríamos de la muerte. Pero también vemos la fascinación de la muerte en la pupila recién estrenada del niño. ¿Cómo inscribir psíquicamente lo que no puede ser significado? Por eso la Muerte lo es siempre del otro. Porque la muerte de verdad, la muerte propia, sólo podemos subjetivarla como castración, como daño irreparable en la libido narcisista del yo. Si la muerte del otro es Muerte, lo es porque se lleva el soporte de esa parte de libido del yo que estaba de visita en el otro. Entonces, el miedo a la presencia de la Muerte es una cuestión espacial, de distancia respecto a nosotros. De ahí la angustia ante la epidemia: nos hace evidente que la Muerte está en todas partes. Por eso importa adivinar su rastro, seguir su itinerario, hacer memoria de sus recorridos. La Muerte pasa para llevarse la vida de los vivos, y dejarnos su cuerpo inerte ante nuestra mirada de horror. Y Yo deseando que volviese a pasar la tartana negra para mirarla. Habrá que ver pasar su obra una y otra vez, y así intentar sorprender a la Muerte misma en algún instante fugaz de su presencia, y poder saber de ella, de sus intenciones, de sus métodos, de sus mecanismos... ¿O será solamente capricho su elección? No tardaría la Muerte en hacerse carne para Miró a través del sufrimiento por la defunción de su protegido amigo y compañero de colegio, el «Señor Cuenca»o. Luego vendría la de su amado tío Lorenzo; después la de su padre. La Muerte se instaló como tema de primer rango en su obra literaria.
Pero si abandonamos estos escritos, y nos referimos a su conferencia de Gijón, también podemos seguir el rastro de otro enigma infantil de Miró, y que anuda el tema de la Muerte con el del Amor. Podríamos decir que es «El Enigma» articulador de su producción literaria, y del cual el autor es plenamente consciente, al menos en lo que respecta a sus fuentes infantiles y a la impronta que supuso para su gusto estético y el interés intelectual con el que siempre se acercó a los temas que implicaba. Nos referimos a la vida de Jesucristo, y a su mensaje de amor.

Los críticos de la obra mironiana han resaltado suficientemente la presencia y el lugar central que el tema del «amor al prójimo» -sea en su versión erótica, o en su versión espiritual-, y de su inverso, la «falta de amor», tienen en su literatura. En palabras de Vicente Ramos, La cosmovisión mironiana se fundamenta sin duda en el Amor.23 Sabemos que, si hay un referente cultural que personalice este anudamiento entre la Muerte y el Amor, es la vida de Jesucristo, vida que fue la pasión de su mensaje de amoral otro por amoral Padre. Es éste, por supuesto, un motivo general y profundo de la vida cultural española. Sin embargo, hay razones claras para considerar que llegó a tener una presencia particular en la vida de Miró.24 No me refiero a la religiosidad de Miró como católico, o a sus convicciones cristianas, muy alejadas de la ortodoxia en todo caso. Me refiero a su interés por la vida de ese otro, Jesús de Nazaret, que se convirtió en Otro de la cultura Occidental.
De ello tenemos constancia biográfica; incluso autobiográfica. En una entrevista, Giménez Caballero nombra como corriente natural, diferenciada de otra corriente cultural hacia la Biblia, la presencia de estos temas en el interés literario de Miró. Y éste le responde: Es verdad. De niño yo abrumaba a mis padres a que me relataran historias de santos, escenas de la Escritura.26 Pero también tenemos la construcción de su respuesta creativa al enigma a través de su literatura, permanentemente infiltrada de lo religioso en sus novelas,27 o recogido monográficamente en escritos como Bethlehem, Los tres caminantes, La conciencia mesiánica de Jesús, pero, sobre todo, Figuras de la Pasión del Señor. Es aquí donde encontramos la referencia autobiográfica más concreta, en la dedicatoria: A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor,28 muy acorde con su propia declaración: Las figuras ... vivían conmigo desde la infancia.29 Abundando en ello encontramos estas dos citas de la conferencia:
Este libro de Figuras de la Pasión y los que pueda ir labrando de la cantera eterna del Antiguo y del Nuevo Testamento ...) tienen su principio y mantenimiento en nuestra infancia, un origen y un sostén fervoroso de ingenuidad. Traspasó mi vida, se inculcó en mi vida la palabra reveladora y llena de gracia del primer evangelista de la Pasión del Señor que yo tuve, y que aparece en la página inicial, en la dedicatoria de mi libro.
Esta transmisión materna de una devoción que tiene por tema el sufrimiento, martirio y muerte de Jesús por su amor ecuménico, encuentra su prolongación y su trasunto en el tiempo escolar de Gabriel en el internado de los Jesuitas, entre los siete y los once años de edad. Me parece enormemente oportuna y precisa la insistencia que ha hecho Edmund L. King en la metodología de los ejercicios espirituales ignacianos30 como elemento de imbricación y de articulación de loideológico con lo subjetivo, y su importancia como impronta literaria en la tierna sensibilidad de alguien como Gabriel Miró. La pregnancia imaginaria de las peripecias vitales de Jesucristo y de los santos que inundó el mundo infantil de Miró tiene su anécdota ilustradora en las escenificaciones familiares que realizaba a la vuelta al hogar durante las vacaciones.31 Que estos recitales sobre la pasión y muerte de Jesucristo contuvieran mayor o menor material de reproducción escolaro de aportación propia de la imaginación del niño no es lo importante para nuestro recorrido. Lo esencial en todo esto es la posibilidad de rastrear la modalidad en la que se realiza en nuestro autor la instalación del Ideal del yo en tanto estructura psíquica que comanda en el sujeto la introyección de la Ley en su vertiente de promoción de las identificaciones simbólicas. 
Este ideal, que cristalizó en su carácter muy tempranamente en forma de una «bondad» general y permanente que definió su personalidad,32 tiene su eje identificatorio en la figura de Jesús y su mensaje de amor, y no en los modelos ni los dogmas eclesiásticos. Es la «novela» de los hechos evangélicos, la fascinación por la posición ética de Jesús y de los santos lo que parece haber fascinado irrevocablemente al niño Gabriel. El comportamiento de Jesucristo es la realización de un compromiso vital en su obediencia al mandato paterno. Su ser, y el sentido de su existencia fueron «ser hijo», realizar al Padre. Es pues el «hijo bueno» por excelencia. Y el mandato de amor al Padre y a los hermanos33 con el que se resume el mensaje evangélico que transmitía no podía por menos de condensar y explicitar de manera sublimada la matriz de amor filial y familiar en que Miró fue criado por sus padres y su entorno doméstico. 
Para Miró, novelista, escritor, el enigma de la vida de Jesús es, especialmente, enigma de su infancia, de cómo llegó a presentarse en un momento dado siendo lo que fue, dónde y cómo y cuándo y por qué Jesús configura su identidad humana, y acepta su destino mesiánico:
Creída y confesada la humanidad de Jesús, no podemos reprimir el ansia de verla o de saberla, de representárnosla. ... En aquellos años en que yo preparaba las Figuras le dije a un amigo muy devoto: Nadie ni nada ha logrado saciar el anhelo de saber la vida de Jesús, y, singularmente, desde su infancia hasta el principio de su predicación. Aparte de su nacimiento, de la epifanía y del episodio del Templo, los Sinópticos callan la vida del Señor hasta que cumple los treinta años. Como nada refieren de su niñez, y cada día se comunica más la inquietud de saberla o de imaginarla brotan los evangelios apócrifos ... Carecen del calor humano, de la gracia ingenua de la historia de María y de Josef el Carpintero, del Protoevangelio de Santiago y Evangelio del pseudo-Mateo. ¿Cuándo; es decir: cómo principia el Señor a sentirse el Ungido? ¿Cuándo se ilumina en él su conciencia mesiánica? ¿Cómo vivió, qué pensó, qué hizo Jesús hasta los treinta años? Y el devoto me contestó arrebatadamente: Ya usted qué le importa! Esta respuesta, que no aplacaba mi curiosidad, se concilia de algún modo con las escuelas farisaicas de la época de Jesús. ... Infancia y juventud del Señor. Su casa, su figura, sus costumbres, sus dolores, muerte del Señor. Intentamos plasmarlo todo, reconstruirlo todo, acogiéndonos a noticias y semejanzas cuando nos quedamos sin documentos directos. Por la semejanza del hogar de Jesús con los otros hogares nazarenos, piadosos y pobres, fui trazando esta imagen de la niñez del Señor que algunos habréis leído ....
Y el compás que abre así sus brazos para abarcar el enigma de esa vida que es para Miró brújula y horizonte personal y humano, se cierra en el enigma de la muerte, pero por ser muerte como «pasión», sufrimiento por el otro, por el hermano, y todo ello por amor al Otro, al Padre:
Desde nuestras Semanas Santas de antaño, queríamos internarnos en los tiempos del Señor, en los postreros días del Señor, queríamos saber, imaginar más de lo que nos contaban y más de lo que, después, leíamos en los textos sagrados. Independientemente del amor al tema evangélico que se abre y florece en nuestra infancia, ¿no hay, recordándolo y proyectándolo ahora, un deseo de acogernos a una conciencia emocional de nosotros mismos de aquellos años, un deseo de revivirla ...?
Para Miró, el enigma ético sobre las razones del mal encontró así su respuesta última: la falta de amor.34 A lo largo de su vida, Miró solamente pudo “vivir” en un microclima de amor, garantizado por su vida familiar y un reducido grupo de amigos íntimos. La impronta psíquica de la incondicional aceptación del microcosmos familiar que encontró Gabriel en su hogar se completó en su reverso con la presentación de los otros extraños como enemigos potenciales, y el mundo exterior como fuente de peligros y desventuras ciertas.35 Esta combinación, junto con los rasgos temperamentales de su frágil biología, hicieron que Miró adoptase una actitud de retraimiento frente a la vida y sus continuos retos, actitud decididamente volcada del lado de la sublimación y de la recreación ideativa de las vivencias, y que podríamos calificar de «pasiva» en sus grandes rasgos. Su proverbial retraimiento de los círculos sociales, políticos y literarios, que le granjearon fama de orgullo y pretenciosidad, son testimonio de esto que más parece una dificultad que una elección.36 Y cuando los augurios infantiles de su criado Nuño el Viejo sobre la hostilidad del Otro se mostraron en toda su virulencia con el ataque del integrismo eclesiástico contra su obra y su persona, Miró, a pesar de estar en la plenitud de su madurez, sucumbió a una crisis depresiva: La tormenta difamatoria, y la incesante avalancha de insidias pudo más que su voluntad, nos dice Vicente Ramos en su biografía.
No podríamos terminar este recorrido por la teoría literaria de Miró sin la consideración del conocido enunciado que sintetiza su concepto de la novela, y es axioma de su método: «Decir por insinuación».37 Coherentemente con todo lo anterior, decir las cosas por insinuación es sostener la capacidad creadora del enigma a través de la producción de un texto abierto. No agotar el tema, no ser exhaustivo, era el primer deber del narrador para Martín Gaite.38 Ya leímos otra fórmula de la autora, de clara resonancia mironiana, esta vez para definir la modalidad infantil de construir la realidad: lo ocurrido por lo insinuado. Una y otra son indisociables. Decir por insinuación es el reverso narrativo de la modalidad infantil de responder al enigma del deseo del Otro. Si el referente del discurso permanece enigmático, la cualidad poética de la narración parece, pues, una exigencia compositiva obligada. Frente a la propuesta «cientificista» de Ortega, que volcaría la construcción de la novela del lado de los recursos metonímicos de la lengua, la concepción «exactista» de Miró necesita abrirse a toda la capacidad sugeridora del idioma, permitida y potenciada por la utilización de sus recursos metafóricos. Hallar la expresión plena que permite acceder a aquel bagaje de cosas que permanecían intactas y calladas en la conciencia es la manera que encontró Freud para salvar el abismo psíquico que separaba al yo de su inconsciente. Una vez que su genio clínico Supo reconocer el carácter significante de las producciones oníricas -por más que fueran imágenes-, y sintomáticas -por más que fueran comportamientos-, lo inconsciente mostraba la capacidad de elaboración narrativa de que era capaz. Su homología con el lenguaje era, pues, obligada. Ahora solamente faltaba encontrar la reversibilidad del proceso. El sistema simbólico que estructura el lenguaje debía ser el espacio común entre ambos. A través de los recursos de la lengua, el yo podría acceder a lo inconsciente. Si el hipnotismo le mostró la presencia incontestable de esa modalidad de “pensamiento”, de actividad psíquica autónoma de la conciencia, sin embargo, no resolvía la escisión entre dos estados heterogéneos de representaciones psíquicas, que no se podían dar más que en la sucesión del tiempo. La incomunicación consciente-inconsciente permanecía, y los efectos patógenos del segundo sobre el primero no tardaban en reaparecer. La instauración de ese modo particular de producción discursiva que nombró como «asociación libre» -comunicar directamente, sin juicio crítico, cualquier cosa que surja en la mente-, abría la conciencia a la posibilidad de la producción de todas las resonancias de la lengua, inscritas en la polisemia de su semántica y en los usos de su retórica. Las asociaciones verbales así producidas, la variedad de “errores” posibles, sus inconsecuencias, Sus contradicciones, los olvidos, los giros idiosincrásicos que surgiesen, los esfuerzos retóricos para dar cuenta de lo inefable de las vivencias, etc; es decir, todo aquello que en el mensaje construido muestra Su diferencia respecto al código, se carga de capacidad de insinuación significante. La única manera, pues, de burlar la «censura» psíquica que mantiene separados estos dos niveles del mismo Sujeto es la capacidad de sugerencia del lenguaje. 
Establecido así el procedimiento a través del cual los sentidos insinuados, sugeridos, por los dichos de su autor le exceden en su intención enunciadora, y desbordan cualquier referencia unívoca, sin embargo, también había necesidad de un complemento imprescindible que ya hemos nombrado en su función: el código, el Otro del lenguaje, el lugar tercero entre el mensaje y su emisor. Lacan sitúa este lugar en un punto crucial para la producción del sentido. Primero por ser el lugar del significante y de las reglas que regulan su uso. Pero también en la medida en la que es el lugar que tiene la potestad de puntuar el discurso, de escandirlo en los segmentos que adquirirán su valor de significación al revertir sobre los elementos anteriores del enunciado, operando su cierre. Este lugar —que es el lugar que hace al psicoanalista lector del discurso de su paciente-, es el lugar que Miró asigna al lector de la obra literaria. El arte del novelista reside, para Miró, en la capacidad de aportar al lector aquellos puntos discriminadores que le pongan en el camino de encuentro de su propia evocación sensacionada, con aquella emoción sensacionada del autor que es fuente y origen de su texto. Es finalmente aquí, para Miró, donde queda instituido el sentido de la novela para el lector concreto. Y es en manos del lector, por consiguiente, donde la novela termina de ser construida.


1. P.55
2. Así parece reconocerlo el mismo Gabriel Miró en el comentario privado realizado a
Jorge Guillén, respecto a que la crítica de Ortega bien pudo haber sido el pistoletazo de salida que desencadenó el ataque y boicot del integrismo católico hacia su obra y su persona : “Se me han embestido también los gozques desde que se arrufó y me ladró el mastín de la Ortega.”(Citado en Vicente Ramos, Vida de Gabriel Miró, Alicante, ed. Instituto de Cultura Juan Gil-Albert/CAM, 1996, pp.591 y 609. Para el biógrafo no cabe duda en cuanto a la inflexión que produjo en el curso de las críticas positivas que iba recibiendo la novela de Miró hasta entonces -cfr. pp.588-589.)
3. “Varias veces me he acercado a algún libro de Gabriel Miró. He sorbido unas líneas, tal vez una página, y me he quedado siempre sorprendido de lo bien que estaba. Sin embargo, no he seguido leyendo. ¿Qué clase de perfección es ésta que complace y no subyuga, que admira y no arrastra?”. Cfr. “«El obispo leproso» novela por Gabriel Miró”, en Espíritu de la letra, Madrid, O.C. Alianza Editorial, 1987, T3, pp.544-550.
4. E. Sábato, Op. cit., P.150. 
5. Sigüenza y el mirador azul y Prosas de «El Ibero», Madrid, Ediciones de la Torre, 1982. Para no sobrecargar el texto con una profusión de número de notas a las citas, las cuales se van a mover en el estrecho margen de dieciséis páginas -de la 102 a la 118-, he renunciado a señalar las que se refieren a este texto. El lector las sabrá reconocer por aparecer en letra cursiva, o en párrafo aparte. Lo mismo vale para la conferencia de Gijón “Lo viejo y lo santo en manos de ahora.”
6. Publicado por Vicente Ramos en su Literatura alicantina (1839-1939), MadridBarcelona, ed. Alfaguara, 1966, pp.300-317, aparece también incluido en su Vida de Gabriel Miró, pp.567-580, edición por la que citaré. La filiación del Mirador respecto a la conferencia viene denotada incluso por la presencia de las mismas ideas con la misma redacción literal. Tampoco es extraño, pues los dos textos tienen la misma finalidad autodefensiva, por más que en la conferencia apareciera interpuesta la persona del periodista Valdés Prida.
7. G. Miró, Libro de Sigüenza, O.C. p.641. 
8. Cfr. Heliodoro Carpintero, Gabriel Miró en el recuerdo, Alicante, ed. Secretariado de Publicaciones-Universidad de Alicante, 1983, entre otras, la p.275.
9. P.187.
10. “Si los hombres lo amasen todo y ennoblecieran la vida, quitarían la idea de la muerte; nunca hay muerte! ¡La alegría prende en las almas cuando se sienten amadas, y aman y son eternas!...” Corpus y otros cuentos, O.C. p.76.
11. Lacan, Jacques, El Seminario, libro 11, p.222.
12. Y a una edad tan evocadora para el psicoanálisis -cinco-seis años en la versión A, seis-siete en la versión B-, en la que la resolución del complejo de Edipo instituye en el niño al Otro más allá de la «palabra» materna, el Otro simbólico del Lenguaje y de la Ley.
13. Lacan, Jacques, El Seminario, libro 7, p.258.
14. Ibidem.
15. Lacan, Jacques, El Seminario, libro 20, pp.53-54. 
16. Lacan, Jacques, El Seminario, libro 7, p.258.

17. Carmen Martín Gaite, Op. cit., P.136. 
18. Cfr. “Carta 52", en Los orígenes del psicoanálisis, O.C., T.III, pp.3551-3556.
19. Hablaremos de «memoria» en un sentido amplio, como registro de signos en el aparato psíquico -huella mnémica en Freud-, no solamente como facultad de la conciencia.
20. Citado en H. Carpintero, p. 141. 
21. Ibídem.
22. Idea ya presente en la conferencia “Lo viejo...”.
23Cfr, H. Carpintero, p.35.

24. V. Ramos, op. cit, p.60. 
25. V. Ramos: “Por esta especial disposición de alma y abierta sensibilidad, situamos a Miró en el cauce de la más acendrada tradición religiosa y poética que culmina en Cristo |...|”, op. cit. p.59. 
26. V. Ramos, op. cit. p.581. 
27. No podemos desconocer que esta captura de las vidas y los Sucesos religiosos operada sobre el imaginario infantil de Miró también tuvo su manifestación sintomática en el disparatado proyecto de la Enciclopedia Católica. Tanto su adhesión a una empresa editorial tan insensata, como la “pasión” con que Miró se puso a su redacción hablan de unas motivaciones más allá de las puramente económicas. Cfr. V. Ramos, op. cit. pp.390-393.
28. O.C. op. cit. p. 1234. 
29. Citado en H. Carpintero, op. cit. p.210.
30. Op cit, pp.45-51.
31. V. Ramos, op. cit, pp.34y 39.
32. Cf. E.L.King, op. cit, p.96, y V. Ramos, op. cit. p.33.
33. Pues para Miró, el concepto anterior de Dios es el de un Dios nacional, social, exterior al hombre concreto, y que se hace presente por la coerción de su amenaza y el terror de sus castigos. El paso que posibilita la introyección psíquica de la Ley, su subjetivación, y da lugar al hombre con un sentimiento de culpa inconsciente en el sentido en que lo consideramos hoy, Miró lo refiere a ese trabajo del Hijo sobre el Nombre del Padre. “Jesús lo interna dentro del corazón del hombre, y de su concepto del Dios paternal se origina el nuevo concepto de prójimo.”
34. V. Ramos, op. cit, pp.60 y 104. 
35. Cfr. H.Carpintero, op. cit, pp.33-36, y V. Ramos, op cit, pp.61-63.
36. Cfr, H. Carpintero, op. cit. pp.91, 215, 253, 277,281 y 347. También en E.L. King, op. cit. p.97, y V. Ramos, op. cit. p.37. 
37. La cita completa -Diario de Alicante, 1927-dice así: “Creo que en «El Obispo Leproso» se afirma más mi concepto de la novela: decir las cosas por insinuación. No es menester-estéticamente- agotar los episodios.”
38. C. Martin Gaite, Op. cit., p.258.


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