Anton Ebert, Gute Nacht Geslichte, 1883. |
Hay unos versos de Lezama Lima en su poema "Llamado del deseoso"2, que dicen así: Deseoso es aquel que huye de su madre [...] es de la madre, de los postigos asegurados, de quien se huye [...] Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no le sigue, ay. Lacan, menos poético sin duda, se refería al papel que le cumple a la madre en su relación primordial con el hijo en los términos siguientes: El papel de la madre es el deseo de la madre. Esto es capital. El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos.3 Verdad poética y verdad científica convergen así en su mirada hacia la experiencia primigenia del hombre.
Esta verdad se refiere a la situación en la que se dispone estructuralmente la relación madre-hijo, más allá de las contingencias particulares de cada caso. Si esto no tiene efectos desastrosos en la universalidad de los sujetos es por la labor de mediación que realiza el falo en tanto ordenador simbólico de esta relación, más allá de los determinantes imaginarios que alienan al hijo en el deseo de la madre. En este ejercicio de promoción simbólica del falo, Lacan colocó la función paterna como el operador psíquico imprescindible para que, separando al hijo de su madre y a la madre de su hijo en su inicial confusión imaginaria, éste pudiera llegar a acceder a su autonomía psíquica a través de la asunción de su propio deseo. La función simbólica que corresponde a esta paternidad -anudamiento del deseo con la ley en lo inconsciente del sujeto-, no obvia por completo la importancia de la presencia de un padre en la realidad biográfica del niño. Aunque, en último extremo, la baza decisiva se juega a través de lo que de esa función simbólica del padre se vehicula en el discurso de la madre, la presencia de la figura paterna mantiene abierta la posibilidad del acceso de la palabra del padre al hijo.
Don Ignacio y don Jaime son dos hombres jóvenes huérfanos de padre desde su niñez. La marca de esta ausencia la vamos a encontrar reflejada en el desequilibrio en el que queda el deseo de la madre viuda, restituyendo la primitiva omnipotencia materna en distinto grado para uno que para otro, pero no con menos efectos en la vida de ambos. No se trata de que Miró nos presente unos personajes en los que no haya operado la metáfora paterna, esa sustitución de los significantes del deseo de la madre por la aquellos otros de la función paterna que posibilita la constitución psíquica de un "sujeto". Esto les habría hecho figuras de una patología extrema. Lo que vamos a constatar es la supeditación de esa mediación simbólica del Otro al deseo de la madre.
Me detendré brevemente en el caso de don Jaime.4 Don Jaime es el único hijo varón de una acaudalada viuda, cuyo sobrenombre "la Señora", ya dice casi todo de su potencia fálica. Don Jaime se dedica a la vida jovial y despreocupada que le permite su posición económica y social. Eso sí, siempre bajo la atenta mirada de la madre. Si en esta ocasión Miró no introduce de manera explícita el personaje del "padrino" como referencia paterna para al joven huérfano, sí lo hace de manera indirecta en la figura de don Acacio, humanista, desengañado y solterón5, registrador de profesión, muy apreciado por las gentes del lugar, quienes le han colocado como consejero general de la sociedad del lugar. En la casa de "la Señora", y en la historia particular de los amores de Enriqueta por don Jaime cumple dos funciones esenciales. Primero, funciona como una especie de alcahuete valedor de los primores de Enriqueta cerca de don Jaime, función en la que ahora no nos detendremos. En segundo lugar, don Acacio ocupa la función de padre de don Jaime en tanto valedor de éste 6 en el círculo familiar y social más íntimo, intentando sostener el deseo del hijo y poner coto a la omnipotencia de la "señora-madre"7.
Es cierto que Miró no dibuja en su personaje "don Jaime" el relieve de un amor apasionado por alguna mujer. Lo mantiene más bien en una posición narcisista sostenida en tanto falo materno. Son las mujeres las que se interesan por él. Mientra que Enriqueta sufre una auténtica "pasión" amorosa en silencio, esperando que sus reconocidos encantos8 hagan mella en don Jaime y la sitúen como objeto de su deseo, Miró nos presenta a don Jaime más orientado hacia la diversión que hacia el amor. Sin duda no deja de ser sensible a los encantos de Enriqueta9, y de reconocerle algún interés libidinal hacia alguna mujer, ése se orienta hacia ella. Sin embargo, cuando la madre percibe el enamoramiento que asoma incontenible en la espontaneidad y en la ingenuidad de la joven, "la Señora", que sabe administrar con firmeza sus bienes patrimoniales y el prestigio social y el "buen nombre" del apellido familiar10, dispone de manera fulminante el fin de la vida juvenil "abundante y descuidada"11 de su hijo, y decide el matrimonio de éste según la conveniencia de la familia, indisociable de la suya propia12.
No es difícil percibir, pues, el carácter de "mujer prohibida" del que queda investida Enriqueta por su humilde extracción social y posición económica. Y aunque don Jaime no parece apasionarse por las mujeres, Miró no deja fuera, una vez más, a su personaje masculino de encontrarse situado ante lo inevitable de tener que decantarse en una elección entre dos mujeres. Y en este caso, su entrega al deseo materno no desdibuja el carácter de elección que tiene para aquél el acatamiento a la disposición matrimonial materna, frente a las sugerencias y a las indicaciones del polo paterno representado por don Acacio, encaminadas en todo momento a promover el noviazgo con Enriqueta, fundando su insistencia en la certeza que le da la independencia de su propia sensibilidad masculina.
En ningún momento Miró pone en la boca o en los ojos de don Jaime un signo de amor hacia su mujer. Pero ello no obsta para que el cálculo materno se cumpla, y el hijo veleta siente la cabeza en el matrimonio, e inicie una vida familiar en la mejor línea de las convenciones sociales para su posición, mostrando su firme identificación con los valores de su clase13. La complacencia obtenida bajo el cobijo de la moral social familiar le sitúa de nuevo en la línea de la vida regalada que llevó antes de su matrimonio. Solamente el sobresalto sobrevenido a todos ellos con el ruido de las pisadas previas a la aparición de aquella monja anónima, señalan la presencia de cierta mala conciencia presta a emerger. Pero una vez que toma cuerpo aquello que movilizó los fantasmas de cada uno, don Jaime rehace su sosiego y el de los suyos apelando a la interesada ceguera de orientar la mirada hacia lo exterior, y salir de los escenarios interiores del alma: ¡Qué pisadas, Jesús! ¡Tuve miedo! -dijo la Señora. -También llegué yo a imaginar cosas terribles -y, sonriendo, añadió Jaime-: Nuestras quimeras y filosofías suelen intranquilizarnos.... y la vida es tan sencilla!; ya lo han visto: no era sino una hermana que le estaban grandes los zapatos de la regla.14
Así pues, la sencillez de la vida, igual que cuando era joven, sigue sustentándose para don Jaime en el desconocimiento de la orientación que habría dado a su vida la asumción de un deseo propio, fuera de la enajenación a que estaba sometido en el deseo del Otro materno.
De consecuencias mucho más dramáticas va a ser esta alienación del deseo en el caso del sacerdote de HS. En el caso de don Ignacio podemos recuperar plenamente todas las resonancias del significante "estragos" en el sentido que Lacan indicaba más arriba. El deseo de su madre Leocadia, ha dispuesto la dedicación de su hijo al sacerdocio. En esta ocasión la orfandad del padre no fue paliada por aquel tío paterno, soltero y adinerado, del que no recibió más que su fortuna económica.
La madre de Ignacio, que vive un momento de plenitud familiar como esposa y madre, pierde en poco espacio de tiempo a uno de sus dos hijos, casi un bebe, y a su marido.15 El efecto de cataclismo psíquico que ello comporta sólo es contenido por la presencia de su otro hijo, que inmediatamente quedará investido de un valor fálico exacerbado16 por aquellas pérdidas. La culpa que la martiriza, y el temor a la pérdida de este último hijo le deciden a disponer de aquella vida para entregarla al servicio de Dios como sacerdote.
Indudablemente no podemos hablar en esta ocasión de un objeto prohibido como condición de amor, pues la mujer va a ceder su protagonismo como objeto del deseo del hombre en favor de otro mucho más pedrestre. La condición de prohibido del objeto queda prácticamente universalizada por las exigencias del sacerdocio, pues la castidad obliga a la renuncia de cualquier goce sexual, el amor ha de espiritualizarse en un amor fraterno, y el yo ha de reprimir cualquier deseo que apunte a una satisfacción erótica. Sin embargo, Miró nos presenta al cura Ignacio en lucha permanente por hacer valer ese deseo que le fue usurpado. Bien es verdad que es una lucha que se produce en el límite del consentimiento. Su sacerdocio es la realización del deseo materno. Cercado por él, bulle un sujeto deseante que no termina de acomodarse a su renuncia. Basta el rumor de un goce presentido que causa en el alma de don Ignacio la presencia de la rica viuda del Barón17, para que Miró deje claro que la renuncia de goce que le impone su ministerio no la sobrelleva el cura con la entrega de una vocación decidida.
Don Ignacio no atravesará nunca ninguno de los límites morales a los que está obligado. En sus fantasías no consiente más que la complacencia en imaginarse para sí las satisfacciones de "viajes y música y canto"18. Pero su atenta madre descubre en él los suficientes signos de duda y aturdimiento como para que trate de fortalecerle en las exigencias de castidad que comporta su oficio, o disipar sus propios temores de que su privilegiada voz le aparte de los cánticos de iglesia, y le lleve a los escenarios mundanos. Al goce extraído a la pulsión a través de la voz19 como su objeto, se añade el reconocimiento social y la admiración de las mujeres, particularmente doña María20. El explícito rechazo de las disciplinas sinuosamente propuestas por la madre21 , marca de la manera más nítida el desacuerdo entre el deseo de ambos. Sin embargo el clímax de este desacuerdo, y la postrer rebeldía del hijo sacerdote llegarán al final de la novela, cuando Miró ponga a su protagonista ante la última de las renuncias que deberá asumir.
Es sabido que los ambivalentes sentimientos que los españoles han profesado por sus sacerdotes, han poblado el discurso común con referencias a la afición de éstos a la buena mesa y al buen vino como el único placer permitido en suplencia de la prohibición del goce sexual. Por otra parte, y ya en un ámbito mucho más amplio de referencias culturales, la asociación entre los actos de "comer" y "joder", sostenida en la condición de su importancia para la especie y el individuo, ha poblado el discurso común y poético de imágenes literarias estableciendo la equivalencia entre el goce oral implicado en la alimentación y el goce sexual. Me parece que es imprescindible dar cabida a estas consideraciones para entender del desenlace de esta novela, que deja en el lector una sensación de amarga comicidad.
Miró anuda el comienzo y el final de la novela a través de lo que va a quedar en última instancia definido como el "prohibido objeto del deseo". Miró presenta los embutidos de don César cargados de esa sobrevaloración que encontramos en el objeto que focaliza el deseo del sujeto22. Es más, este objeto oral participa de la misma condición de ser "objeto del Otro" que hemos ido encontrando en las novelas anteriores en la forma de mujer. En el estilo de la novela picaresca, Miró nos presenta la valoración que un alimento tan modesto llega a cobrar para los contertulios de don César. Este objeto, que sólo tiene la consistencia imaginaria que el mismo don César le da en la narración de sus delicias, deviene un objeto intensamente codiciado a través de la identificación al goce que dice experimentar su único23 dueño y consumidor24.
Pero si esto es así para el conjunto de la tertulia con la que se reúne don César, Miró va a disponer para don Ignacio el cumplimiento de una situación particular que nos va a permitir encontrarnos nuevamente, aun en esta novela, esa condición de prohibición del objeto para que el deseo del sujeto se exacerbe, y el sufrimiento por el goce que se ve forzado a renunciar ultime la tensión dramática en la que el personaje se ha movido por la trama de la novela. Miró hace que su protagonista se vea aquejado de una enfermedad crónica que le va a obligar a renunciar al placer oral que da a la alimentación su valor pulsional más allá de la satisfacción de una necesidad fisiológica.
Tras el fracaso de sus ideales de justicia y redención social de los obreros y los pobres, viendo que doña María vuelve a ser la "mujer del Otro" por su nuevo matrimonio25 con un hombre con el que se compara y al que imagina objeto y sujeto del deseo de aquella, apartado de las satisfacciones que le proporcionaban sus dotes para el cante, el objeto oral, que cobra así todo el valor de último reducto de sus posibilidades de gozar de su cuerpo, queda así también prohibido26 por su asociación a la muerte que su consumo le ocasionaría, y queda ahora como doblemente propiedad del Otro, pues no solamente lo sigue gozando en exclusiva su propietario, sino que ahora también es la palabra del médico quien dicta su interdicción absoluta27.
Finalmente, sólo esta postrer renuncia, que deja seco su cuerpo de esta última posibilidad de extracción de goce28, logra romper el cerco deseante de la madre en un estallido de rebeldía impotente29. Sin embargo, esta furia del hijo es significada por doña Leocadia como el fracaso de la promesa hecha a Dios. La trascendencia que da la madre al hecho, queda expresada en las frases que cierran la novela, desvelando que la meta de su deseo que exigía la completa renuncia de su hijo al goce, tenía como último horizonte el logro de la santidad de éste: Doña Leocadia se retira a su aposento. Cierra. Y cae de rodillas ante un crucifijo traído de Jerusalén. Doña Leocadia levanta sus consternados ojos a la preciosa imagen; abre los brazos y de sus labios brota este plañido: -¡Oh, Señor! ¡Lo hice sacerdote; pero no puedo, no puedo hacértelo santo!30
1 Reservo un análisis complementario de PE para más adelante, como
ilustración del tema del fetichismo presente en las novelas de Miró.
2 En el poemario Aventuras sigilosas, de 1945.
3 Seminario 17, p.118.
4 Más adelante, cuando volvamos a la novela bajo el epígrafe del
fetichismo, el análisis recaerá sobre Enriqueta y sus pies, en tanto "objeto".
5 P. 234.
6 P. 240: "[...] este bendito hombre era el amigo
preferido de don Jaime."
7 P. 237: "Cuando don Jaime osaba rebelarse contra la
doctrina del cenáculo de su madre, siempre tenía en don Acacio un sostén de
mucha agudeza y templanza que acababa por fundir y sellar las contrarias
voluntades."
8 Cfr. p.236.
9 Cfr. pp. 240, 242, 246, 247.
10 Aspecto al que no deja de ser sensible el propio don Jaime. Veamos su
actitud en una situación que podría comprometer su honorabilidad: "Y le subió un gemido tan grande que le hizo vacilar [...] Don Jaime la
sostuvo y la fue llevando al sillón. No sabía qué decirle para consolarla, y no
osaba dejarla para avisar a su tío que viniese. [...] No se calmaba; podrían
entrar; ¿qué creerían de él? Don Jaime tenía prisa y miedo. Y gritó. (p. 247)"
11 P.236.
12 P. 242: "La miró la dama con suma severidad. Y luego
le dijo confidencialmente: Don Jaime ha comprendido ya su conveniencia.
Enfadaba su aturdimiento y el no pensar en nada. Es boda que a todos nos
contenta. Ella es hija única de mi primo don César, el diputado de Laderos."
13 P. 252: "Admiróse el humanista de la seriedad y
facundia de este hombre, que veía tan trocado, y, sonriendo, le dijo: ‑En
verdad que he creído que no era a don Jaime a quien oíamos, sino a su mismo
suegro."
14 P. 255.
15 Cfr. pp. 259-261.
16 P. 261: Y lo fui perdiendo. ¡No! ¡Todo no!, que me quedó la mayor riqueza: este
hijo."
17 P. 241: "La tamizada luz de la redonda lámpara baña
dulcemente la cintura, la espalda, la dorada cabeza de doña María. Don Ignacio
desvía sus ojos del balcón, y para justificar su apartamiento, silencioso se
entretiene mirando el servicio de té." Mucho más explícita aún es la escena de la
p. 267..
18 P. 246.
18 P. 246.
19 P. 256: "Desde el cuarto del presbítero viene una
dulce escala de vocalizaciones. - ¡Canta! ¡Ana! ¿ No iba a rezar don Ignacio?"
20 P. 246: "Mujeres y hombres se dicen alabando el nombre
de don Ignacio." P. 247: "La desconocida dama quiere y pide noticias
del prodigioso barítono; y las devotas de sus lados se las dan muy gustosas y
desvanecidas de que las vean preferidas y consultadas por tan magnífica señora
[...]."
21 P. 256: "Al tomar el breviario descubre en el clavo
del añalejo como una sierpe muerta. Se acerca y ve una soga nudosa y húmeda; y
después de contemplarla muy despacio, llama a la criada. - Llévese esta cuerda. - ¡Que me la lleve, don Ignacio! - (Es claro! ¡Yo para qué la quiero! Ana acude a la
señora. - ¡No lo ha comprendido! ¡Dice que para qué la quiere!
Doña Leocadia recibe con amargura las palabras del hijo y guarda el
cilicio."
22 P. 234.
23 Quisiera resaltar este aspecto de exclusividad del goce detentado por
don César, que Miró resalta tanto al comienzo de la novela -"¡De ese no venden en las salchicherías! (p.234)-
como en el momento previo a la explosión reivindicativa de don Ignacio -A - Yo he de comer todos los días cocido; pero cocido castellano; mejor
dicho, cocido mío. (p. 287)"- , y que, sin duda, junto con la noticia de
la boda de doña María, constituye su elemento desencadenante.
24 Cfr. la escena de la p. 234.
25 Aunque, de derecho, nunca dejó de serlo en el discurso social que
sostenía en el recuerdo a su difunto marido, Ael varón inmortal que, ahora, las gentes si
alguna vez lo mientan lo hacen diciendo: "el casado con la mujer del Barón". (p. 287)"
26 Doblemente prohibido, pues la escena del arrebato de rebeldía de
Ignacio se produce precisamente en las fechas en la que la Iglesia prohibía el
consumo de carne.
27 P. 288: ADon Ignacio va pensando en la ruina de sus
ideales: el canto, el amor, la colonia de hombre felices... Y sigue oyendo: "tocino rancio, jamón frito con setas, lomo colorado que se le resbala
a uno al comerlo de puro tierno...+. Y el enfermo acaba por escuchar ávidamente
a don César. Las palabras del caballero burgalés tienen tufo y sabor de
grosura. Habla don César, y don Ignacio ve sus frases como ristras apetitosas
de embutidos... "¡Oh, la delicia de comer eso tan sabroso y prohibido ferozmente por el
doctor Pedro Recio de Agüero de Castroviejo!" [...] Usted, óigalo bien, usted no comerá ya
nunca morcillas, ni lomo ni otras porquerías semejantes..."
28 P. 289: "Y don Ignacio rinde su cabeza y
solloza... - ¡Ignacio, Ignacio! ¿Y es posible? ¿No tienes otro anhelo? - ¡Probarlo, nada más, probar... de lo que me
envíe don César!"
29 P.288: "Y don Ignacio se enfurece y grita: - ¡Basta, basta por Dios! ¡Yo quiero morcillas negras de cebolla, lomo colorado, encendido de
pimentón, chorizos!... - ¡Morcillas de cebolla; lomo colorado! ¡Ignacio!
- gime espantada doña Leocadia. - ¡Además, si es Cuaresma! - advierte Ana."
30 P. 289.