Lo mejor que hizo Freud fue la historia del Presidente Schreber. Se mueve ahí como pez en el agua. [...] No fue a hacerlo charlar al Presidente Schreber. De todos modos, nunca es más feliz que con un texto. Jacques LACAN

miércoles, 14 de diciembre de 2016

CONDICIÓN DE AMOR Y RECURRENCIA TEMÁTICA EN LAS NOVELAS DE GABRIEL MIRÓ. Los estragos del deseo materno en "El hijo santo" y "Los pies y los zapatos de Enriqueta."

Anton Ebert, Gute Nacht Geslichte, 1883.
El hijo santo y Los pies y los zapatos de Enriqueta son dos novelas en las que no se alcanza la intensidad pasional que en las anteriores. Sin embargo, quisiera considerarlas1 bajo un aspecto sumamente pertinente a la focalización que he desarrollado sobre aquéllas.
Hay unos versos de Lezama Lima en su poema "Llamado del deseoso"2, que  dicen así: Deseoso es aquel que huye de su madre [...] es de la madre, de los postigos asegurados, de quien se huye [...] Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no le sigue, ay. Lacan, menos poético sin duda, se refería al papel que le cumple a la madre en su relación primordial con el hijo en los términos siguientes: El papel de la madre es el deseo de la madre. Esto es capital. El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos.3 Verdad poética y verdad científica convergen así en su mirada hacia la experiencia primigenia del hombre.
Esta verdad se refiere a la situación en la que se dispone estructuralmente la relación madre-hijo, más allá de las contingencias particulares de cada caso. Si esto no tiene efectos desastrosos en la universalidad de los sujetos es por la labor de mediación que realiza el falo en tanto ordenador simbólico de esta relación, más allá de los determinantes imaginarios que alienan al hijo en el deseo de la madre. En este ejercicio de promoción simbólica del falo, Lacan colocó la función paterna como el operador psíquico imprescindible para que, separando al hijo de su madre y a la madre de su hijo en su inicial confusión imaginaria, éste pudiera llegar a acceder a su autonomía psíquica a través de la asunción de su propio deseo. La función simbólica que corresponde a esta paternidad -anudamiento del deseo con la ley en lo inconsciente del sujeto-, no obvia por completo la importancia de la presencia de un padre en la realidad biográfica del niño. Aunque, en último extremo, la baza decisiva se juega a través de lo que de esa función simbólica del padre se vehicula en el discurso de la madre, la presencia de la figura paterna mantiene abierta la posibilidad del acceso de la palabra del padre al hijo.
Don Ignacio y don Jaime son dos hombres jóvenes huérfanos de padre desde su niñez. La marca de esta ausencia la vamos a encontrar reflejada en el desequilibrio en el que queda el deseo de la madre viuda, restituyendo la primitiva omnipotencia materna en distinto grado para uno que para otro, pero no con menos efectos en la vida de ambos. No se trata de que Miró nos presente unos personajes en los que no haya operado la metáfora paterna, esa sustitución de los significantes del deseo de la madre por la aquellos otros de la función paterna que posibilita la constitución psíquica de un "sujeto". Esto les habría hecho figuras de una patología extrema. Lo que vamos a constatar es la supeditación de esa mediación simbólica del Otro al deseo de la madre.
Me detendré brevemente en el caso de don Jaime.4 Don Jaime es el único hijo varón de una acaudalada viuda, cuyo sobrenombre "la Señora", ya dice casi todo de su potencia fálica. Don Jaime se dedica a la vida jovial y despreocupada que le permite su posición económica y social. Eso sí, siempre bajo la atenta mirada de la madre. Si en esta ocasión Miró no introduce de manera explícita el personaje del "padrino" como referencia paterna para al joven huérfano, sí lo hace de manera indirecta en la figura de don Acacio, humanista, desengañado y solterón5, registrador de profesión, muy apreciado por las gentes del lugar, quienes le han colocado como consejero general de la sociedad del lugar. En la casa de "la Señora", y en la historia particular de los amores de Enriqueta por don Jaime cumple dos funciones esenciales. Primero, funciona como una especie de alcahuete valedor de los primores de Enriqueta cerca de don Jaime, función en la que ahora no nos detendremos. En segundo lugar, don Acacio ocupa la función de padre de don Jaime en tanto valedor de éste 6 en el círculo familiar y social más íntimo, intentando sostener el deseo del hijo y poner coto a la omnipotencia de la "señora-madre"7.
Es cierto que Miró no dibuja en su personaje "don Jaime" el relieve de un amor apasionado por alguna mujer. Lo mantiene más bien en una posición narcisista sostenida en tanto falo materno. Son las mujeres las que se interesan por él. Mientra que Enriqueta sufre una auténtica "pasión" amorosa en silencio, esperando que sus reconocidos encantos8 hagan mella en don Jaime y la sitúen como objeto de su deseo, Miró nos presenta a don Jaime más orientado hacia la diversión que hacia el amor. Sin duda no deja de ser sensible a los encantos de Enriqueta9, y de reconocerle algún interés libidinal hacia alguna mujer, ése se orienta hacia ella. Sin embargo, cuando la madre percibe el enamoramiento que asoma incontenible en la espontaneidad y en la ingenuidad de la joven, "la Señora", que sabe administrar con firmeza sus bienes patrimoniales y el prestigio social y el "buen nombre" del apellido familiar10, dispone de manera fulminante el fin de la vida juvenil "abundante y descuidada"11 de su hijo, y decide el matrimonio de éste según la conveniencia de la familia, indisociable de la suya propia12.
No es difícil percibir, pues, el carácter de "mujer prohibida" del que queda investida Enriqueta por su humilde extracción social y posición económica. Y aunque don Jaime no parece apasionarse por las mujeres, Miró no deja fuera, una vez más, a su personaje masculino de encontrarse situado ante lo inevitable de tener que decantarse en una elección entre dos mujeres. Y en este caso, su entrega al deseo materno no desdibuja el carácter de elección que tiene para aquél el acatamiento a la disposición matrimonial materna, frente a las sugerencias y a las indicaciones del polo paterno representado por  don Acacio, encaminadas en todo momento a promover el noviazgo con Enriqueta, fundando su insistencia en la certeza que le da la independencia de su propia sensibilidad masculina.
En ningún momento Miró pone en la boca o en los ojos de don Jaime un signo de amor hacia su mujer. Pero ello no obsta para que el cálculo materno se cumpla, y el hijo veleta siente la cabeza en el matrimonio, e inicie una vida familiar en la mejor línea de las convenciones sociales para su posición, mostrando su firme identificación con los valores de su clase13. La complacencia obtenida bajo el cobijo de la moral social familiar le sitúa de nuevo en la línea de la vida regalada que llevó antes de su matrimonio. Solamente el sobresalto sobrevenido a todos ellos con el ruido de las pisadas previas a la aparición de aquella monja anónima, señalan la presencia de cierta mala conciencia presta a emerger. Pero una vez que toma cuerpo aquello que movilizó los fantasmas de cada uno, don Jaime rehace su sosiego y el de los suyos apelando a la interesada ceguera de orientar la mirada hacia lo exterior, y salir de los escenarios interiores del alma: ¡Qué pisadas, Jesús! ¡Tuve miedo! -dijo la Señora. -También llegué yo a imaginar cosas terribles -y, sonriendo, añadió Jaime-: Nuestras quimeras y filosofías suelen intranquilizarnos.... y la vida es tan sencilla!; ya lo han visto: no era sino una hermana que le estaban grandes los zapatos de la regla.14
Así pues, la sencillez de la vida, igual que cuando era joven, sigue sustentándose para don Jaime en el desconocimiento de la orientación que habría dado a su vida la asumción  de un deseo propio, fuera de la enajenación a que estaba sometido en el deseo del Otro materno.
De consecuencias mucho más dramáticas va a ser esta alienación del deseo en el caso del sacerdote de HS. En el caso de don Ignacio podemos recuperar plenamente todas las resonancias del significante "estragos" en el sentido que Lacan indicaba más arriba. El deseo de su madre Leocadia, ha dispuesto la dedicación de su hijo al sacerdocio. En esta ocasión la orfandad del padre no fue paliada por aquel tío paterno, soltero y adinerado, del que no recibió más que su fortuna económica.
La madre de Ignacio, que vive un momento de plenitud familiar como esposa y madre, pierde en poco espacio de tiempo a uno de sus dos hijos, casi un bebe, y a su marido.15 El efecto de cataclismo psíquico que ello comporta sólo es contenido por la presencia de su otro hijo, que inmediatamente quedará investido de un valor fálico exacerbado16 por  aquellas pérdidas. La culpa que la martiriza, y el temor a la pérdida de este último hijo le deciden a disponer de aquella vida para entregarla al servicio de Dios como sacerdote.
Indudablemente no podemos hablar en esta ocasión de un objeto prohibido como condición de amor, pues la mujer va a ceder su protagonismo como objeto del deseo del hombre en favor de otro mucho más pedrestre. La condición de prohibido del objeto queda prácticamente universalizada por las exigencias del sacerdocio, pues la castidad obliga a la renuncia de cualquier goce sexual, el amor ha de espiritualizarse en un amor fraterno, y el yo ha de reprimir cualquier deseo que apunte a una satisfacción erótica. Sin embargo, Miró nos presenta al cura Ignacio en lucha permanente por hacer valer ese deseo que le fue usurpado. Bien es verdad que es una lucha que se produce en el límite del consentimiento. Su sacerdocio es la realización del deseo materno. Cercado por él, bulle un sujeto deseante que no termina de acomodarse a su renuncia. Basta el rumor de un goce presentido que causa en el alma de don Ignacio la presencia de la rica viuda del Barón17, para que Miró deje claro que la renuncia de goce que le impone su ministerio no la sobrelleva el cura con la entrega de una vocación decidida.
Don Ignacio no atravesará nunca ninguno de los límites morales a los que está obligado. En sus fantasías no consiente más que la complacencia en imaginarse para sí las satisfacciones de "viajes y música y canto"18. Pero su atenta madre descubre en él los suficientes signos de duda y aturdimiento como para que trate de fortalecerle en las exigencias de castidad que comporta su oficio, o disipar sus propios temores de que su privilegiada voz le aparte de los cánticos de iglesia, y le lleve a los escenarios mundanos. Al goce extraído a la pulsión a través de la voz19 como su objeto, se añade el reconocimiento social y la admiración de las mujeres, particularmente doña María20. El explícito rechazo de las disciplinas sinuosamente propuestas por la madre21 , marca de la manera más nítida el desacuerdo entre el deseo de ambos. Sin embargo el clímax de este desacuerdo, y la postrer rebeldía del hijo sacerdote llegarán al final de la novela, cuando Miró ponga a su protagonista ante la última de las renuncias que deberá asumir.
Es sabido que los ambivalentes sentimientos que los españoles han profesado por sus sacerdotes, han poblado el discurso común con referencias a la afición de éstos a la buena mesa y al buen vino como el único placer permitido en suplencia de la prohibición del goce sexual. Por otra parte, y ya en un ámbito mucho más amplio de referencias culturales, la asociación entre los actos de "comer" y "joder", sostenida en la condición de su importancia para la especie y el individuo, ha poblado el discurso común y poético de imágenes literarias estableciendo la equivalencia entre el goce oral implicado en la alimentación y el goce sexual. Me parece que es imprescindible dar cabida a estas consideraciones para entender del desenlace de esta novela, que deja en el lector una sensación de amarga comicidad.
Miró anuda el comienzo y el final de la novela a través de lo que va a quedar en última instancia definido como el "prohibido objeto del deseo". Miró presenta los embutidos de don César cargados de esa sobrevaloración que encontramos en el objeto que focaliza el deseo del sujeto22. Es más, este objeto oral participa de la misma condición de ser "objeto del Otro" que hemos ido encontrando en las novelas anteriores en la forma de mujer. En el estilo de la novela picaresca, Miró nos presenta la valoración que un alimento tan modesto llega a cobrar para los contertulios de don César. Este objeto, que sólo tiene la consistencia imaginaria que el mismo don César le da en la narración de sus delicias, deviene un objeto intensamente codiciado a través de la identificación al goce que dice experimentar su único23 dueño y consumidor24.
Pero si esto es así para el conjunto de la tertulia con la que se reúne don César, Miró va a disponer para don Ignacio el cumplimiento de una situación particular que nos va a permitir encontrarnos nuevamente, aun en esta novela, esa condición de prohibición del objeto para que el deseo del sujeto se exacerbe, y el sufrimiento por el goce que se ve forzado a renunciar ultime la tensión dramática en la que el personaje se ha movido por la trama de la novela. Miró hace que su protagonista se vea aquejado de una enfermedad crónica que le va a obligar a renunciar al placer oral que da a la alimentación su valor pulsional más allá de la satisfacción de una necesidad fisiológica.
Tras el fracaso de sus ideales de justicia y redención social de los obreros y los pobres, viendo que doña María vuelve a ser la "mujer del Otro" por su nuevo matrimonio25 con un hombre con el que se compara y al que imagina objeto y sujeto del deseo de aquella, apartado de las satisfacciones que le proporcionaban sus dotes para el cante, el objeto oral, que cobra así todo el valor de último reducto de sus posibilidades de gozar de su cuerpo, queda así también prohibido26 por su asociación a la muerte que su consumo le ocasionaría, y queda ahora como doblemente propiedad del Otro, pues no solamente lo sigue gozando en exclusiva su propietario, sino que ahora también es la palabra del médico quien dicta su interdicción absoluta27.
Finalmente, sólo esta postrer renuncia, que deja seco su cuerpo de esta última posibilidad de extracción de goce28, logra romper el cerco deseante de la madre en un estallido de rebeldía impotente29. Sin embargo, esta furia del hijo es significada por doña Leocadia como el fracaso de la promesa hecha a Dios. La trascendencia que da la madre al hecho, queda expresada en las frases que cierran la novela, desvelando que la meta de su deseo que exigía la completa renuncia de su hijo al goce, tenía como último horizonte el logro de la santidad de éste: Doña Leocadia se retira a su aposento. Cierra. Y cae de rodillas ante un crucifijo traído de Jerusalén. Doña Leocadia levanta sus consternados ojos a la preciosa imagen; abre los brazos y de sus labios brota este plañido:  -¡Oh, Señor! ¡Lo hice sacerdote; pero no puedo, no puedo hacértelo santo!30





1 Reservo un análisis complementario de PE para más adelante, como ilustración del tema del fetichismo presente en las novelas de Miró.
2 En el poemario Aventuras sigilosas, de 1945.
3 Seminario 17, p.118.
4 Más adelante, cuando volvamos a la novela bajo el epígrafe del fetichismo, el análisis recaerá sobre Enriqueta y sus pies, en tanto "objeto".
5 P. 234.
6 P. 240: "[...] este bendito hombre era el amigo preferido de don Jaime."
7 P. 237: "Cuando don Jaime osaba rebelarse contra la doctrina del cenáculo de su madre, siempre tenía en don Acacio un sostén de mucha agudeza y templanza que acababa por fundir y sellar las contrarias voluntades."
8 Cfr. p.236.
9 Cfr. pp. 240, 242, 246, 247.
10 Aspecto al que no deja de ser sensible el propio don Jaime. Veamos su actitud en una situación que podría comprometer su honorabilidad: "Y le subió un gemido tan grande que le hizo vacilar [...] Don Jaime la sostuvo y la fue llevando al sillón. No sabía qué decirle para consolarla, y no osaba dejarla para avisar a su tío que viniese. [...] No se calmaba; podrían entrar; ¿qué creerían de él? Don Jaime tenía prisa y miedo. Y gritó. (p. 247)"
11 P.236.
12 P. 242:  "La miró la dama con suma severidad. Y luego le dijo confidencialmente: Don Jaime ha comprendido ya su conveniencia. Enfadaba su aturdimiento y el no pensar en nada. Es boda que a todos nos contenta. Ella es hija única de mi primo don César, el diputado de Laderos."
13 P. 252: "Admiróse el humanista de la seriedad y facundia de este hombre, que veía tan trocado, y, sonriendo, le dijo: ‑En verdad que he creído que no era a don Jaime a quien oíamos, sino a su mismo suegro."
14 P. 255.
15 Cfr. pp. 259-261.
16 P. 261: Y lo fui perdiendo. ¡No! ¡Todo no!, que me quedó la mayor riqueza: este hijo."
17 P. 241: "La tamizada luz de la redonda lámpara baña dulcemente la cintura, la espalda, la dorada cabeza de doña María. Don Ignacio desvía sus ojos del balcón, y para justificar su apartamiento, silencioso se entretiene mirando el servicio de té." Mucho más explícita aún es la escena de la p. 267..
18 P. 246.
19 P. 256: "Desde el cuarto del presbítero viene una dulce escala de vocalizaciones.  - ¡Canta! ¡Ana! ¿ No iba a rezar don Ignacio?"
20 P. 246: "Mujeres y hombres se dicen alabando el nombre de don Ignacio." P. 247: "La desconocida dama quiere y pide noticias del prodigioso barítono; y las devotas de sus lados se las dan muy gustosas y desvanecidas de que las vean preferidas y consultadas por tan magnífica señora [...]."
21 P. 256: "Al tomar el breviario descubre en el clavo del añalejo como una sierpe muerta. Se acerca y ve una soga nudosa y húmeda; y después de contemplarla muy despacio, llama a la criada.  - Llévese esta cuerda.  - ¡Que me la lleve, don Ignacio!  - (Es claro! ¡Yo para qué la quiero! Ana acude a la señora.  - ¡No lo ha comprendido! ¡Dice que para qué la quiere!  Doña Leocadia recibe con amargura las palabras del hijo y guarda el cilicio."
 22 P. 234.
 23 Quisiera resaltar este aspecto de exclusividad del goce detentado por don César, que Miró resalta tanto al comienzo de la novela -"¡De ese no venden en las salchicherías! (p.234)- como en el momento previo a la explosión reivindicativa de don Ignacio -A - Yo he de comer todos los días cocido; pero cocido castellano; mejor dicho, cocido mío. (p. 287)"- , y que, sin duda, junto con la noticia de la boda de doña María, constituye su elemento desencadenante.
24 Cfr. la escena de la p. 234.
25 Aunque, de derecho, nunca dejó de serlo en el discurso social que sostenía en el recuerdo a su difunto marido, Ael varón inmortal que, ahora, las gentes si alguna vez lo mientan lo hacen diciendo: "el casado con la mujer del Barón". (p. 287)"
26 Doblemente prohibido, pues la escena del arrebato de rebeldía de Ignacio se produce precisamente en las fechas en la que la Iglesia prohibía el consumo de carne.
27 P. 288: ADon Ignacio va pensando en la ruina de sus ideales: el canto, el amor, la colonia de hombre felices... Y sigue oyendo: "tocino rancio, jamón frito con setas, lomo colorado que se le resbala a uno al comerlo de puro tierno...+. Y el enfermo acaba por escuchar ávidamente a don César. Las palabras del caballero burgalés tienen tufo y sabor de grosura. Habla don César, y don Ignacio ve sus frases como ristras apetitosas de embutidos... "¡Oh, la delicia de comer eso tan sabroso y prohibido ferozmente por el doctor Pedro Recio de Agüero de Castroviejo!" [...] Usted, óigalo bien, usted no comerá ya nunca morcillas, ni lomo ni otras porquerías semejantes..."
28 P. 289: "Y don Ignacio rinde su cabeza y solloza...  - ¡Ignacio, Ignacio! ¿Y es posible? ¿No tienes otro anhelo?  - ¡Probarlo, nada más, probar... de lo que me envíe don César!"
29 P.288: "Y don Ignacio se enfurece y grita:  - ¡Basta, basta por Dios! ¡Yo quiero morcillas negras de cebolla, lomo colorado, encendido de pimentón, chorizos!...  - ¡Morcillas de cebolla; lomo colorado! ¡Ignacio!  - gime espantada doña Leocadia.  - ¡Además, si es Cuaresma! - advierte Ana."
30 P. 289.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

CONDICIÓN DE AMOR Y RECURRENCIA TEMÁTICA EN LAS NOVELAS DE GABRIEL MIRÓ. EL DESEO COMO DESEO-DEL-OTRO EN NUESTRO PADRE SAN DANIEL.

El rincón de la mesa, Letour.
Terminaremos este recorrido con Nuestro padre San Daniel. Interesa particularmente por su aparente carácter de contraprueba a la argumentación que vengo siguiendo. Y digo aparentemente, porque será precisamente el personaje de don Álvaro el paradigma de aquella constelación de condiciones que ordenan la posición masculina en el amor. Freud había articulado a la condición  princeps del 'perjuicio al tercero' aquella otra del 'amor a la prostituta'  -Dirnenhaftbarkeit-. No se trata de que la mujer deba ejercer la prostitución para poder ser amada, sino, simplemente, que sea una mujer sobre la que pueda caber cualquier grado de sospecha sobre su fidelidad sexual. Una sospecha tal repugnaría a la moralidad de Paulina, personaje al que Miró parece mimar en la composición de sus rasgos físicos y espirituales. Pero veremos cómo don Álvaro llegará a dar consistencia fantasmática a esta sospecha que no encuentra apoyo en la conducta de su amada. Que el correlato subjetivo de ello sea la intensa presencia de los celos, veremos que es algo de lo que no queda exento nuestro personaje.
Si don Álvaro se encuentra así cumpliendo con las dos condiciones exigidas al objeto por el 'tipo masculino', también encontraremos en la definición de su personaje una de las dos características referentes a la propia conducta del amante: la 'intención redentora'. El amante, en su actitud salvadora, se muestra convencido de lo imprescindible de su acción edificante y de su soporte moral para evitar la completa degradación personal de su amada. La presencia siempre constante del amante junto a su amada, será exigida para evitar el desastre pronosticado.
La unidad temática de SD con OL, no puede dejar de exigir la coherencia psicológica de encontrar en los personajes de esta 'primera parte' de la novela de Oleza al menos la prefiguración, la prehistoria del drama edípico que se desencadenará en la segunda. No es, pues, que en esta novela no encontremos las 'insinuaciones' suficientes como para que no podamos apostar por la presencia de elementos afectivos que marcan, incluso lastran de manera definitiva lo que debería ser el libre despliegue de las alianzas que permiten el crecimiento horizontal de las familias. Encontramos el lastre del amor prohibido presente en sendos personajes de cada una de las familias que se van a unir a través del matrimonio de Paulina y don Álvaro.
Del lado de la primera, la cosa no es banal. Miró nos muestra en todo su dramatismo la impotencia de la razón y las exigencias de la realidad social en la agonía del padre de Paulina, don Daniel. Literalmente, don Daniel se deja morir de amor por su hija. La entrega de su hija al matrimonio es soportable mientras alimenta la fantasía de una convivencia hogareña triangular. Cuando la realidad matrimonial de los nuevos esposos impone la separación, don Daniel parece significar el hecho del distanciamiento espacial como su relegación en el amor de su hija. Y don Daniel, viudo desde hace muchos años, no puede soportar la 'pérdida' de esta única hija. Por su quiebra, Miró nos da a conocer aquello que le sostenía en vida. Su aceptación de la legalidad social se cobra con la propia vida la resistencia inconsciente a la cesión al Otro del objeto de su amor.
Esta vinculación de amor edípico tendrá su prosecución en la siguiente generación: Paulina tendrá que escuchar de su hijo Pablo -la homonimia de sus nombres ya es todo un dato-, y en el más puro estilo freudiano, sus declaraciones de amor hacia ella, y el odio y el desprecio contenido contra su padre.
Del lado de don Álvaro encontramos su simétrico en la presencia de Elvira, la intrigante y poderosa hermana de don Álvaro. Si la bondad y el carácter pusilánime de don Daniel no le permitieron imponer su presencia entre su hija y su yerno, Elvira sí lo logra. El hecho ni se cuestiona, y cuenta con todo el apoyo del esposo. Por su parte, Paulina extiende sin reparo el amor a su esposo en la aceptación de su cuñada. Es un triunfo más de la intransigencia que reina en el ambiente social del lugar y la época. Indudablemente, podríamos argumentar que en la situación de Elvira se encuentra más justificado socialmente esta convivencia con el nuevo matrimonio. Pero Miró nos sitúa sutilmente en el registro de las razones profundas que operan en lo inefable de las motivaciones: don Álvaro era "algo más que un hermano" para Elvira1. Ese plus inespecífico, silenciado por el autor tal vez por ser un límite de lo decible, extiende más allá del vínculo fraterno la familiaridad de ambos -digamos mejor, la relación de ella hacia él.
Sin embargo, la factura le llegará a don Álvaro muchos años después, cuando la pasión incestuosa de Elvira estalle sobre el objeto de amor desplazado que supone la persona de su sobrino Pablo, en aquella escena de enorme fuerza dramática. Es de destacar el paralelismo con el que se resuelven las dos pasiones prohibidas: Elvira y M Fulgencia son trasladadas lejos del común objeto de sus deseos.
Con todo, no es esto lo que nos interesa en SD. Nos interesa la propia relación entre los esposos. Y en ella, la posición de don Álvaro. Paulina no muestra aristas en su enamoramiento. Es homogéneo como la ingenuidad con la que se asoma a la vida desde el hogar paterno. Sin embargo, don Álvaro lleva en el alma el reflejo de la cicatriz que desfigura monstruosamente el rostro de Cararajada. Su contacto con la muerte en las guerras recientes, y su carácter forjado en la rectitud de los Ideales más inflexibles no parecen propiciar las demostraciones afectivas propias de los enamorados. Jimena, la prima de Paulina describe así la actitud de áquel en los albores de la boda: Eso no es un novio, eso es un amo.2 Efectivamente, la boda, para don Álvaro, parece tener el carácter de los actos que hay que hacer porque ha llegado el momento de realizarlos. Un deber más en el concierto de una vida ordenada.
Miró no dibuja ninguna debilidad amorosa en este hombre. Ninguna sensibilidad que no sea a los valores de las grandes causas de la Patria y la Religión. Solamente esa fractura en su conciencia que le remite, precisamente, a aquella otra boda abortada en sangre que él no supo impedir, aquella boda en la que la novia se parecía a Paulina: lo mismo de blanca y hermosa, lo mismo de triste.3 Aquél acto criminal que otro dice haber cometido por él, por sus ideales, por compartir la misma causa, interroga culpabilizadoramente, persecutoriamente, a don Álvaro respecto a la ambigüedad de sus motivaciones y sus actos cuando se trata de contraponer la vida y la felicidad de los seres humanos a los ideales morales.
En una noche de angustia y rabia generada por la presencia acusadora de Cararajada, cuando en la exasperación de la eterna compañía de la culpa piensa don Álvaro que matando al hombre acallará su propia conciencia, Miró nos describe la posición subjetiva de nuestro personaje. Es un momento de sinceridad consigo mismo4, propiciado por la gravedad del acto al que se encamina. En una rápida sucesión de imágenes, como aquellas que dan paso al sueño, desfilan5 las fantasías que recorren su alma, en las que la verdad más íntima parece quererse hacer oír por vez primera. En una misma página encontramos los dos polos de la tensión pasional que le mortifica. Por un lado, la presencia del deseo, tan intenso como abominable a su conciencia, que se escenifica en la representación fantasmática en la que su mujer aparece como la mujer-del-Otro.6
Esta introducción de un tercero, al que imagina con toda la masculinidad y el ansia de placeres de una edad juvenil homóloga a la de Paulina, anuda la segunda condición de amor en el deseo de don Álvaro. Miró construye la condición de 'amor a la prostituta' a través de una fantasía que alimentan en él la certidumbre de una 'sospecha' proyectiva acerca de la fidelidad sexual de su mujer. A partir de lo innegable que le llega a ser la martirizante atracción que su hermosura le provoca7, don Álvaro otorga a ese Otro la capacidad de poner en acto el potencial de goce que adivina en la plenitud del cuerpo de su mujer, y ante el que ella no podría sino sucumbir8, toda perfecta esperando la plenitud del amor. Como veremos a continuación, la confirmación de esta belleza por la vox populi de Oleza, que la proclama como la más bella entre las bellas de la ciudad9, exacerba en su esposo la erotización de esta hermosura, incrementando exponencialmente las posibilidades de infidelidad de Paulina al considerarla como deseada por la totalidad de los hombres de Oleza.
Queda así introducida la tercera condición a la que nos referimos al comienzo del epígrafe, la 'intención redentora' por parte del amante, frente a lo inevitable del desastre moral al que se encamina el objeto amado. Nada más coherente con la psicología de este personaje entregado en cuerpo y alma -nunca mejor dicho- a los ideales que connoten la salvación de los otros. Si, hasta el momento, había entregado su vida al servicio de un ideal que articulaba la salvación de la sociedad y la del alma de sus ciudadanos, en esta ocasión no podría hacer menos en lo concreto de los intereses de su vida privada. Así, frente a la imaginarización de esta entrega sin reservas de su enamorada a los goces del amor, don Álvaro identificado a sus emblemas más nobles, se reconoce de entrada como el paladín de las causas elevadas, el salvador de aquella belleza para el Bien y la Honestidad10. Sin embargo, el reverso del Ideal  muestra en su impotencia a un 'yo' atenazado por la inhibición, tan seco para el placer como para la felicidad, fracasado para la vida desde joven, vida que ya sacrificó en aras de unos ideales que solamente le mostraron el horror de su lado criminal, y de una moral estereotipada e inflexible.11
En esta sequedad personal destaca entonces, con toda la hondura de una grieta abisal sobre la superficie uniforme del páramo, el único momento en el que aflora el magma del deseo. Esto sucede, no hay que descuidarlo, precisamente cuando Paulina deviene casi simultáneamente huérfana del padre y madre de su hijo. Es en ese momento en el que Paulina llega a la plenitud de su hermosura, cuando su cuerpo adquiere sus formas más rotundas y femeninas12. Y es aquí, cuando el deseo del Otro se hace tan patente por la sanción pública acerca de la belleza de Paulina13, que se vuelve persecutorio para la fantasía de su esposo. Era entonces, viéndola toda tan hermosa, que don Alvaro padecía sospechándola deseable para todos los hombres14. Y lo que Miró no le concedió a su protagonista en la legitimidad de su noviazgo o de su matrimonio, es decir, la puesta en acto de la urgencia de su deseo y de una voluntad de goce decidido hacia Paulina, sólo se lo concederá a través de la representación fantasmática de imaginarla como la 'mujer-de-Otro' -Siendo de otro, ahora comenzaría para ése el exaltado goce de la mujer en la revelación de todas sus delicias15-. Solamente a través de ese punto de identificación imaginaria de don Álvaro con la mirada de esos 'otros hombres' deseantes de su mujer  -El esposo buscaba celosamente a ese otro en sí mismo16-, podrá encontrar su cobertura el reconocimiento de un deseo mortificado, tanto por el corolario de celos que tal condición de amor implica, como por las exigencias de un superyo nunca mejor ilustrado en su faceta de obscenidad y cruel exigencia de goce sacrificial17.



1. P.876: "- ¡Eres para mí más que un hermano valeroso y grande!"
2. P. .846.
3. P. 835.
4. "Una rápida dulzura le sutilizaba el sentimiento de la soledad, de la evidencia de sí mismo." (p.878)
5. Ibidem. "Todo el firmamento para su conciencia, para sus memorias."
6. P.879: "Una llaga ardiente le devoraba hasta los huesos, imaginando a Paulina casada con hombre joven, apasionado y hermoso."
7. P.879: "Y odiaba en ella a la virgen para esa voluptuosidad desconocida, y se odiaba a sí mismo porque no podía aceptarla..."
8. P.879:  "La carne de pureza de su mujer se hacía carne de delicias, sumergiéndose en una felicidad abominable de perversiones, de elegancias, de voluptuosidades; una seducción refinada de sensualismo exquisito [...]"
9. Se hace aquí particularmente transparente la caracterización de Paulina como mujer 'sospechosa' de infidelidad. En el mencionado libro de J-A. Miller Lógicas de la vida amorosa,  el autor ejemplifica la condición de 'mujer del Otro', del lado del goce, con el motivo del rito de las elecciones periódicas de miss. No puedo dejar de resaltar la peculiaridad que supone que Miró incluya en su novela una elección de este tipo. No dudo en que toma su sentido y encuentra su lugar en esta lógica de situar a Paulina como 'la mujer potencial de todos los hombres'.
10 P. 879: "Si Dios no le hubiese guiado a Oleza, Paulina, formada delicadamente para el amor, sería de otro o esperaría a ese otro con una inocencia y una avidez de deleites de perdición. [...] Don Alvaro bendecía con terribles anhelos a Dios. Dios le había escogido, le había predestinado para guarda y salvación de aquella vida primorosa. [...] Y el amor, humanado en el esposo, la acogió con medidas exactas y éticas, velando lo demás y sellándolo con su mismo sacrificio irremediable, irremediable porque, más que de un concepto de rigidez, se originaba de su voluntad, que le encorvaba bajo la gloria de la vida como si temiese tropezar en una cueva. [...] Se complacía en la fiereza de su virtud amarga, renunciando a las inexploradas virginidades del temperamento de su mujer, temperamento que había hallado todos sus matices [...]"
11. P. 879: "Lejos, ahora, de Paulina, amaba lo intacto de su hermosura, sabiendo que al lado de ella se interpondría entre todo su goce la inflexibilidad que le espiaba y le quitaba la pasión hasta de sus ademanes y de sus ojos, dejándole el desabrimiento, la timidez enjuta de su pasada juventud atormentadamente virginal. Ella pudo ser otra y feliz; y él, no; él siempre él. Y de nuevo se flagelaba con un sadismo de austeridades."
12. "[...] las gentes se asomaban, y en cada boca prorrumpía un requiebro para la hija de don Daniel."  (p.903)
13. Pp. 903-904: "Con los lutos resaltaba primorosamente la nueva belleza de Paulina, belleza maternal, amplia, de contornos tan perfectos que semejaba virgen, virgen llegada a la plenitud de la forma. [...] Tuvo un rencor desesperado cuando Elvira le reveló, una noche, que proclamaban a Paulina, a la de Lóriz y Purita 'las tres mujeres de Oleza'. Pero la primera, Paulina. Quisieron esconder la alabanza como un oprobio. Y si la sorprendían vistiéndose, o ciñéndosele las ropas, toda modelada, o en un instante glorioso de sol y de campo, o al darle el pecho desnudo al hijo, contemplándoselo ella descuidadamente, siempre se miraban los hermanos, y entonces, en lo íntimo del hogar, les parecía sentir la brama de todos los hombres jóvenes de Oleza."
14. P.903.
15. P. 903.
16. Pp. 903-904.
17. Habida cuenta de la unidad temática con SD, incluiré aquí una cita de OL -pp.995-996-, donde se compendia en todo su enorme dramatismo la necesidad de introducir en su matrimonio un tercero rival, habida cuenta de la tensión extrema vivida por don Álvaro entre el deseo y su  prohibición: "Paulina llevaba las galas que le habían traído. -No descansará si tú no la ves, Álvaro. ¡Nunca me ha parecido tan hermosa! ¡Mañana se la comerán todos con los ojos! Don Álvaro se arrojó en su alcoba. ¡Tan hermosa! Se paró delante de ella, mirándola. [...] Toda hermosa, pero de una hermosura apasionada y nueva un principio de plenitud de mujer que se afirmaría y existiría muchos años, más cuando él fuese alejándose por los resecos caminos de la senectud. Nunca había poseído ese cuerpo de mujer en su mujer. Y la miraba con rencor, amándola como si Paulina perteneciese a otro hombre. Se inclinaba todo él a la caricia desconocida y brava. Y otro don Álvaro huesudo y lívido le sacudió con su grito llamando al médico. [...] Paulina principió a desnudarse [...] Así la vería, y la desearía un amante, otro marido; y se le obstinó el pensamiento celoso de ella por ella; ella, mirándose, sabiéndose hermosa, pensando en ella y en quien la poseyese en todo su temperamento, todos los días, todas las noches, y él, por única vez. Le sobrecogió una acometida de sensualismo abyecto, que le brincaba flameándole por toda la piel, golpeándole las sienes, el cuello y el costado."

miércoles, 26 de octubre de 2016

CONDICIÓN DE AMOR Y RECURRENCIA TEMÁTICA EN LAS NOVELAS DE GABRIEL MIRÓ. EL CANON EDÍPICO EN EL OBISPO LEPROSO.


Jules Pascin
Aunque sabemos que Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso forman parte de un todo literario, y que sólo criterios editoriales lo dividieron en dos novelas diferentes, nosotros vamos a sostener esta división por razones expositivas y argumentales. En la línea generacional que sigue el conjunto de la novela, vamos a invertir su orden natural, y abordar en primer lugar la condición de amor del hijo, Pablo, para terminar con la del padre, don Álvaro, aunque, una vez más, sólo el conocimiento de los hechos narrados en la primera novela permitan situar en su justa perspectiva las motivaciones y los hechos de la segunda.
Pablo, el “deseado” según la etimología de Alba-Longa Amancio, lo va a ser por tres mujeres. Sin embargo, las tres van a cumplir la condición de objeto prohibido para el amor del joven. Esto no quiere decir que su posición subjetiva vaya a ser la misma respecto a estas tres mujeres. De hecho, con su tía paterna, doña Elvira, Pablo es más bien la víctima de la tensión sexual acumulada por esta intrigante mujer a lo largo de todo el periodo de noviazgo y matrimonio de su hermano con Paulina, y que desbordará con el conocimiento de los amores entre su sobrino y Mª Fulgencia.
La rivalidad de Elvira con Paulina es patente desde el comienzo. Ambas sólo aceptan sus presencias respectivas en la medida en que es el deseo de don Álvaro, en quien confluye el amor de ambas. Sin embargo, esto no impide que desde el principio de su relación Elvira no ceje en su labor de sojuzgar a Paulina para relegarla a un segundo plano en la convivencia familiar de los tres. Los celos de Elvira, su venenosa envidia hacia Paulina es la escala invertida del amor y la admiración que profesa a su hermano, corriente que tiene su retorno desde éste, quien la guarda a su lado, sabiéndola fiel hasta más allá de lo prohibido1. Elvira jamás aceptará ser relegada en el amor de su hermano. En esta dinámica de amores y odios Pablo va a devenir el objeto de referencia en claro desplazamiento de lo que originariamente se centró en su padre don Álvaro. Quitarle el hijo a Paulina será la continuación de su tarea anterior de separar a Paulina de su marido. Se lo advierte cuando aún es un bebé2 en una broma que desvela lo que muchos años después surgirá en torrentera; lo enunció directamente, aunque envuelto en el aura de un amor desinteresado y dispuesto al sacrificio, cuando forzó el internamiento de Pablo en el colegio de Jesús3; por último, intentará ejercer su amorosa propiedad sobre Pablo en aquella escena de intenso dramatismo incestuoso4.
En el más ortodoxo sentido freudiano, la familia conyugal que nos describe Miró en OL está sujeta y regida por toda la intensidad pasional que Freud supo descubrir en sus pacientes, y que pronto pudo generalizar a la organización psíquica del ser humano. La íntima reciprocidad del amor entre Pablo y su madre Paulina bien puede quedar significada por esta homonimia significante de sus nombres. Pareciera que Miró, al hacer explícita la etimología del nombre, quisiera mostrarnos la dirección del deseo circulante en aquella familia.
Diversas y variadas son las ocasiones en las que el autor alude a la profunda posesión de Pablo5, y a la complicidad afectiva entre ambos6. De la misma manera encontramos el apartamiento del padre, cuando no el explícito rechazo de su persona y de su comportamiento7. Para Paulina, lo único que la contiene en sus fantasías de la segura felicidad que la habría esperado junto al de Loriz es que la paternidad de éste habría hecho diferente al hijo. Y ella no puede pensarse sin él. La memoria de su hijo abarcaba su vida toda, incluso desde su infancia, llegaba hasta todos los horizontes. Por lo demás, respecto a don Álvaro también en todos se tendía la sombra del esposo, acatado con obstinación como un dogma. Y amándolo en lo más oscuro de su voluntad le parecía haber llegado a madre siendo siempre virgen en su deseo y en la promesa de su vida8.
«Amado, pero no deseado»: ése podría ser el enunciado de la posición de don Álvaro para Paulina. Objeto de amor, pero no de deseo9, será su hijo quien logre el anudamiento de ambos, desplazando al padre de ese lugar cardinal que debe ocupar en la mediación entre madre-hijo. Don Alvaro, a pesar de su existencia entregada al sostenimiento de los Ideales no logra inscribirse en el psiquismo de su hijo más allá que como el padre de la prohibición. Un breve retrato suyo nos puede servir como síntesis en la que queda reflejada la impronta de cada uno de los padres en el carácter de Pablo: Pablo Galindo, alto, de una adolescencia dorada, pero con la infancia todavía en su sangre; la mirada de suavidad de la madre y entre Sus cejas, el fruncido adusto de don Álvaro10.
La impronta del deseo de la madre en su hijo tiene su trasunto pasional en el odio que éste profesa a su padre, aunque sólo sea brutalmente explícito a través de su hermana. No es sólo, pues, que la madre proponga a su propio padre, Daniel, como modelo para las identificaciones de su hijo, sino que llegará a alarmarse cuando le retorne desde las palabras de su hijo el explícito deseo de exclusión de su marido del trío familiar11.
La legalidad que sostiene este padre no logra perfilarse como independiente y soberana de la arbitrariedad y omnipotencia que transmite a través de la protección que brinda a su hermana Elvira, auténtica fac totum del hogar. Tal vez por ello, Pablo dirigirá su acto de transgresión Sobre el punto más vigilado por ella, la moralidad sexual que soporta el honor familiar, arrastrándola a ella misma a la actuación de sus fantasías más reprimidas. La impostura de esta moralidad hueca queda brutalmente al descubierto en el mismo centro de su baluarte más sólido: la familia. Por ello, el pecado es colectivo, y la penitencia fuerza la separación en la realidad de sus vidas de aquéllos que no pudieron simbolizarla en su Subjetividad.
Desde que Mª Fulgencia tomara por “el Ángel” a Pablo, justo antes de Su ingreso conventual, queda anunciado12 un encuentro marcado por la prohibición. El erotismo que cada uno de ellos había ido depositando en figuraciones religiosas13, tiene su reemplazo lógico en la figura del uno para el otro. Si para Mª Fulgencia el imaginario depositado en su imagen interior de “el Ángel" era la prefiguración directa de la persona de Pablo, para este Mª Fulgencia reunía una serie de connotaciones significantes en Su deseo. Mª Fulgencia es una mujer doblemente prohibida. Por su pasado como religiosa, engarza directamente con el erotismo de las “vírgenes cristianas” mártires cuyas vidas y estampas tenía prohibido leer y contemplar14. Por su condición de «monja» -la Monja-, estuvo claramente significada como «mujer de Otro», no sólo simbólicamente en tanto perteneciente a un convento, sino en tanto muestra de la orientación de su deseo, por la libre y entusiasta demanda de ingresar en él. En su condición de mujer casada, Mo Fulgencia parece encontrarse en una situación generacional en la intersección entre las condiciones de hija y madre. Como esposa de don Amancio es joven. Como amante para Pablo, mayor. Es decir, como otras figuras femeninas mironianas en tanto objetos de amor para Sus amantes, para Pablo, Mo Fulgencia combina la proximidad generacional con él y con su madre. Creo que esta situación equidistante, de una legalidad fronteriza, que hace de Mª Fulgencia una mujer vedada, pero al alcance, viene bien definida por ella misma en la carta de despedida en la que da sus razones a Paulina. Allí le dice: ¡Qué vida tan profunda de mujer debe de sentirse siendo la madre de él!15. Esta formulación tan rica como densa muestra cómo la condición de mujer y madre se anudan en el deseo por Pablo de ambas, y, recíprocamente, da cuenta de la captura del deseo de éste hacia ellas.
Una última condición edípica para Pablo que se da en Mª Fulgencia, y que no puede pasar desapercibida desde nuestro enfoque, es la de ser la esposa de su mentor16, de su maestro, figura paterna que habría de recibir el desplazamiento de su rivalidad amorosa. Con su acto de seducción a Mª Fulgencia, Pablo humilla el honor y el orgullo viril de su padre y de don Amancio, sin que pierda por ello el amor de sus esposas.

1. P.918: “Don Álvaro la tomó de los hombros, acercándosela con ansiedad devota. Elvira se acongojó, y sus sollozos vibrantes la revolvían en crujidos... Echar a esa hermana de supremas virtudes, la que se olvido hasta de su recato de mujer, siguiéndole una noche, con disfraz de hombre, por guardarle de los peligros de Cara-rajada
2. P.905: “Paulina retiróse hacia la cuna y tropezó con unos muslos huesudos. Una voz sumisa y burlona- murmuró: - Pude quitarte a tu hijo sin que me sintieses -”.
3. P.918: “Siento a ese hijo vuestro tan mío como de vosotros. Y no me lo impediréis aunque mi mismo hermano me eche de esta casa!"
4. P.1046: “Y tía Elvira precipitóse y pudo alcanzarle en el vestíbulo. Pablo la rechazó a puntapiés y puñadas como a una perra, y tía Elvira se le agarró a la cintura, torciéndose a Sus brazos y a sus muslos, crepitando como el Sarmiento en la lumbre, sonriendo bajo su respiración de odio, dándole la suya rota y caliente. -No te arrancarás así de la Monja cuando ella se te embista. Apasionado de reincor, centeleándole magníficos los ojos, Pablo le aplastó en la frente una palabra inmunda, y ella le miró con locura, y casi derribada por la rodilla del sobrino, pudo apretarle de los riñones, se lo volcó encima, onduló acostada, y le besó en la garganta, buscándole la boca.”
5. Cfr, la intensa escena del Viernes Santo en el que Paulina va a consolar a su hijo, castigado en el colegio. Allí, la fuerza de la comunión amorosa de la madre con su hijo se fantasea en el grado divino de la “hipóstasis” (pp.981-983). También la escena de desbordada alegría cuando prepara el retorno a casa de su hijo, al finalizar sus estudios (p.993). Puede completar el cuadro la escena del reencuentro, en el dormitorio de la madre (p. 1009): “Pablo acostóse al lado de su madre. Desde allí miraba los álamos (...) -Ya tengo tu olorgritaba Pablo jugando con las trenzas de su madre -. Los demás huelen a vestidos, agentes y a olores. Tú sola, tú nada más hueles a ti! Ella se lo atrajo más; le puso la cabeza en su brazo desnudo y le sonrió.”


6. P.916: “Esa criatura tan de ellos y tan frágil por ser el objeto de todas las complacencias de Paulina, se les resbalaba graciosamente entre sus manos. Sospechaban en la madre un escondido contento sabiendo que habían de quedar intactas las predilecciones de Pablo. Don Cruz llegó a decir que las esposas como Paulina, por Santas que fuesen, pueden ofrecer hijos a la perdición." P917: “¡Arrancar a Pablo de la madre para encerrarle en Jesús, imposible! Si Paulina les oyese no acabarían sus lágrimas y sus gritos de desesperación.”
7. Una escena definitiva en la que queda bien patente la divisoria de aguas entre las alianzas familiares que se dan en el interior de aquel hogar puede leerse en la p. 1010: “Paulina le abrazó. La madre y el hijo se fueron quedando dormidos bajo la evocación de aquellos años, en una quietud profunda y clara. De pronto, Paulina se revolvió sobresaltada, y sus latidos le resonaron en todo el dormitorio. Venía la voz del esposo: - Pablo, Pablo! El hijo se le apretó más, mirando a lo profundo de la casa, ya oscura. - Pablo! Apareció el padre, y detrás la silueta de su hermana. - Pídele perdón atía Elviral Obedeció Pablo, humillándose sin mirarles. - Pablo, bésala!Tía Elvira puso un pómulo grietoso en la boca de Pablo. Y él acercóse, y no la besó. - Bésalal- y temblaba de imperiolacabeza de don Alvaro. Los labios de Pablo palpitaban por el ímpetu de un sollozo mordido; y el padre agarró la nuca del hijo, y lo empujó apretándolo en la mejilla de su hermana. Pablo sintió el hueso ardiente detía Elvira. Y no la besó. Los ojos de don Alvaro daban el parpadeo de las ascuas. Y esos ojos le acechaban como la tarde del Jueves Santo, en que la boca del hijo sangró hendida por los pies morados del Señor Paulina dio un grito de locura. ¡Sangre por el Señor, la ofrecía como martirio suyo; pero sangre de herida abierta por el hueso de aquella mujer la llagaría y marcaría siempre su vida! Y saltó desnuda del lecho, amparando al hijo. Pablo levantó su frente entre los brazos de la madre, y gimió desesperado:-No puedo, y no la beso Paulina le mojaba con su boca en medio de los ojos, queriendo (p 1011) derretirle el pliegue de dureza, el mismo surco de la frente de piedra de don Alvaro. Y como si estuviese muy remota, muy honda, percibióse la voz del padre: - No puede!– y estrujó su barba entre sus manos pálidas de santo."
8. P.982.
9. Podríamos aventurar que tampoco objeto de goce, por su propia imposibilidad de extraer un momento de placer de su propio cuerpo: “Sería capaz del mal y del bien, de todo, menos de entregarse a la exaltación y a la postración de la dulzura de sentirse. No se rompía su dureza de piedra, su inflexibilidad mineralizada en su sangre. Siempre con el horror del pecado.(p.1055)”
10. P.973.
11. P.1009. “- Desde mañana yo seré tu cocinera, y tú me darás de salario el ser dulce para todos, y habrá siempre alegría en esta casa!-¿Alegría en esta casa, que si no fuera por ti, yo.? -Por mí y por tu padre, Pablo, por tu padre... - ¿Mi padre? - Tu padre, tu padre! – y Paulina incorporóse angustiada y miraba con ansiedad la frente ceñuda y pálida y los ojos magníficos y adustos de su hijo.”
12. En la p.1053 encontramos su confirmación en el momento de la despedida: “se acabó el Ángel! Fue la promesa de mi felicidad. Yo lo buscaba, yo lo adoraba: quise ser su Velada o su santera. (...) Merodeaba de estampas y de recuerdos de mi Ángel, y el Ángel fue la promesa de Pablo.”
13. Así, particularmente la obsesionalización de la figura de “el Ángel”, en Mo Fulgencia, y el recorrido por el erotismo sádico del martirologio de las santas en Pablo.
14. Cfr. p. 1030.
15. P.1053.
16. P.1047.: “Y don Amancio, su maestro, era precisamente el dueño de María Fulgencia.” P. 1049: “Ella necesitaba decir: «Mi hijo engañó a su maestro, amigo de su padre. La casa del maestro fue la de su iniquidad.”